La fuerza de la Pascua en las periferias de la ciudad
En las periferias de las grandes urbes hay vida que silenciosamente florece, al margen de los grandes desarrollos inmobiliarios hay hijos amados de Dios que con el sudor de su trabajo sostienen esta realidad nuestra. Invisibles para muchos. Indispensables para otros. En Guadalajara México, más allá de la frontera del periférico, en las faldas del cerro del Collí y muy cerquita del bosque de la Primavera se encuentra un asentamiento de indígenas purépechas que desde hace casi dos décadas han vivido en un constante exilio de la tierra que los cobijó por años. Como peregrinos inquietos y buscadores infatigables de una mejor vida han dejado el terruño que los vio nacer, esa bella tierra serrana de la meseta purépecha de Michoacán, llena del verdor de las montañas con aroma a pino y a fresca brisa amaderada, para ubicarse en la gris y polvorienta Floresta del Collí, mejor conocida como colonia “La Noria”. Allí los jesuitas fundamos desde hace ya 16 años una pequeña capillita en honor a Santa Cecilia, perteneciente a la Parroquia de los Sagrados Corazones de Jesús y María, en la Arquidiócesis de Guadalajara. En ese pequeño espacio prestamos nuestro servicio apostólico varios jesuitas en formación junto con las religiosas de la Compañía de María.
Me parece que los purépechas que habitan en la Noria, con su sola presencia, son capaces de llenar de color, de sabor y de vida la gris realidad que los rodea. Su sola presencia es capaz de celebrar cada uno de los sentidos. Y no me refiero al folclor, sino a la chispa de vida nacida de su lucha y de sus enormes deseos de vivir. Traen consigo sus costumbres cual equipaje, su propia cultura es su cobija y su forma tan única de celebrar la fe católica con todo el esplendor de su cuerpo que danza. Esta Semana Santa pudimos vivir con ellos todas las celebraciones; es verdad, con cierto temor y temblor a causa de la pandemia, pero también con mucho amor puesto en acción. Junto a ellos vivimos con especial intensidad el Triduo Sacro. El Jueves Santo aprendimos que “amar hasta el extremo” (Cfr. Jn 13, 1) no se trata de una idea romántica; sino de amar lo no amable; en especial, a quien no nos ama. Amar también a quien ha traicionado nuestra confianza. Amar a quien no ha sido fiel a la amistad que honradamente le hemos ofrecido. Amar a quien nos crítica y nos condena. Amar a quien se ha negado a abrirnos su corazón y nos ha dado a probar el amargo sabor del desamor. Comprendimos que sin duda que la muestra más alta del amor es el servicio.
La muestra más alta del amor es el servicio
El Viernes Santos pudimos acompañar el Vía Crucis existencial de los purépechas en la ciudad y cargar con ellos la cruz de la opresión y la humillación. Como aconseja San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales, rogamos al Señor sentir “dolor con Cristo doloroso y quebranto con Cristo quebrantado” y encarnado en su pequeño pueblo, santo y fiel. Sentimos la desolación de cuando la divinidad se esconde, cuando calla y se ausenta de nuestra vida. Esa espera que desespera. La noche que se alarga. La bruma densa de un día nublado que no deja brillar al sol de la justicia y de la paz. Sentimos el abandono. La sed y también el límite de nuestra frágil humanidad y el desamor en todo su esplendor. ¡Ese querer tanto y poder tan poco! No obstante, quedamos convencidos de que el signo más elocuente del amor y de la entrega total es lo que llamamos cruz. Y por Cristo, con Cristo y en Cristo esa cruz no es un signo de vana muerte, sino de plena vida y de donación total.
El Sábado Santo predominó el silencio y la ausencia. Con la muerte de Jesús actualizada en los sufrimientos y pesares del pueblo purépecha migrante en Guadalajara, pudimos contemplar una especie de noche que se alarga y de una oscuridad que es espesa. Esos segundos de espera que parecen una insufrible eternidad. La paciencia por un mejor porvenir, cuando es vivida sin Jesús, tiene un sabor más amargo que la hiel. El silencio de la muerte es ensordecedor. La soledad que deja la ausencia está deshabitada y hueca. Todo esfuerzo parece inútil. El miedo es apabullante y no se le ve final a este largo túnel que hay que atravesar. El mal parece triunfar y la ley del más fuerte se impone en nuestras citadinas selvas de asfalto. La fe parece dormida, la esperanza enceguecida y la caridad entumecida. El Sábado Santo recuerdo haberle dicho al Señor: “¿Hasta cuándo, Señor? ¿Dónde estás? ¿A dónde te escondiste Amado nuestro? ¿Por qué nos has dejado con el pecho herido? Te buscamos y no te encontramos. Te llamamos y no respondes. Te gritamos y no nos escuchas. Despierta Señor, despiértanos de esta larga pesadilla de vivir sin ti; mira que somos tuyos, entera y eternamente tuyos y nuestro corazón estará inquieto por siempre hasta que en Ti descanse. ¡Esperaremos por Ti, esperaremos en Ti!
Así llegábamos a la noche santa de la bella y sentida Vigilia Pascual, con un corazón expectante y vigilante. Y, como el Evangelista San Juan (Cfr. 1Jn. 1,3) lo que nuestros ojos vieron, lo que nuestros oídos escucharon, lo que nuestras manos tocaron y lo que nuestros labios besaron... y todo lo que nuestros sentidos contemplaron, es lo que quisimos compartir con nuestros hermanos purépechas y mestizos. Queríamos gritar con voz cantante que la noche oscura no es eterna. Quisimos celebrar juntos que somos hijos de la consolación y de la vida; que estamos hechos para la eternidad. Seguros de que la muerte no tiene la última palabra, queríamos decirle a cada persona con la que nos encontrábamos: ¡mira, el sepulcro donde yacía el cuerpo sin vida de Jesús está vacío! Mira, el sepulcro de tus demonios está vacío porque Cristo ha descendido por ti a tus infiernos que te atormentan. Mira, tus heridas ya han sido curadas y todas tus deudas pagadas. ¡Respira, estás vivo! Siente cómo arde tu corazón... mira cómo florecen los campos y como el dorado sol sale cada día sin dejar de brillar. Siente la brisa de la mañana y la esperanza que te trae cada amanecer. ¡Jesús, tú Señor, ha resucitado! Mira cómo hace nuevas todas las cosas y, en Él y con Él, siempre somos nuevos cada día.
Como jesuitas en formación sabemos bien que nuestra misión es en comunidad, en compañía, pues el mismo Cristo Resucitado se reveló a los suyos en comunidad. Asimismo, las personas que nos acogen en la Noria, en especial los purépechas, nos han enseñado el valor de la comunidad. Nadie se salva solo, nadie puede hacer el trabajo solo; entre todos y todas nos sostenemos, nos animamos y nos “hacemos espaldas” (como le gustaba decir a Santa Teresa de Jesús): Jesuitas y hermanas de la Compañía de María y los mayordomos y mayordomas de la misma comunidad. Para nosotros la Noria es una tierra bendita. Es un bendito lugar que nos ha salvado infinidad de veces de quedar presos y asfixiados de los insaciables reclamos de nuestro ego herido. Esa bendita gente que nos ha mostrado que la realidad siempre da de sí, pues es un horizonte abierto y lleno de posibilidades. Esa comunidad nos ha enseñado que nosotros no somos los protagonistas estelares ni de nuestra propia vida, porque siempre hay Alguien más que nos sostiene a todos y a ese Alguien, “Tata Jesucristo” (como lo llaman los purépechas), es a quien queremos servir y compartir con los demás.
¡Felices los que en comunidad han recibido el don de su paz y su consolación!
¡Felices Pascuas de Resurrección!
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