El convento donde “los oprimidos” de toda guerra encuentran refugio
Por Chiara Graziani
“¿Tú también vives aquí?”. “Sí, la casa es nuestra”. “¿Vuestra?”. “Sí, pero está a disposición para ayudar a quien lo necesite”. “Entonces sois buenas”. La joven somalí, hermosa y con velo musulmán, mira mejor, con sorpresa, a esa mujer, también con velo, con la que ha decidido intercambiar las primeras palabras.
Asha llegó a Roma desde un campo de refugiados en una isla griega, donde dio a luz bajo una carpa de plástico que no la protegía ni del frío, ni de los animales, ni de los hombres. Partió de Somalia, echada por el marido que ya no la quería, Asha, de poco más de veinte años, salió al mar pasando antes por el infierno de Libia para terminar en el agujero negro de la isla de Lesbos, el campo de migrantes donde creía haber terminado, en la desesperación, su carrera inútil.
Días sin esperanza, llenos de caos, terror y ruido bajo la carpa de plástico, aferrada a una hijita que protegía como una leona, mientras otra crecía en su vientre para nacer en un peligro sin fin. Tiene brazos fuertes, Asha, como las jóvenes somalíes. Pero ella nunca había conocido el bien. Pregunta, entonces, a la mujer con velo: “¿Dónde están tus hijos?”. “No tengo hijos”, responde. “¿Y dónde está tu hombre?”. “No tengo marido”. “¿Ningún hombre? ¿No?”, Asha abre los ojos. “No. Ningún hombre. Estoy consagrada a Dios”.
Asha, encontrada bajo esa carpa de la comunidad de san Egidio, al final llegó a Roma, al convento de las monjas franciscanas de la Misericordia. Con Noor y Fátima, 6 y 3 años, es llevada al segundo piso donde deja sus cosas en una habitación que – ella no solo sabe – muchos años antes, en 1943, se había abierto a otras madres, para otros niños fugitivos. Oprimidos puestos a salvo de las persecuciones de los nazi-fascistas. Salvados, a riesgo de la vida.
Asha no lo sabe. Pero la familia de las mujeres sin hombre, desde hace años responde a una vocación. Ser la nave de rescate de cualquiera que huya del mal. Puerto de embarque, calle Poggio Mojano 8, ciudad de Roma, periferia norte. Allí hay un portal que, si los tiempos se vuelven duros, se abre sin preguntas. Una historia que comenzó cuando en Roma los nazis, al final de la Segunda Guerra Mundial, persiguieron a los judíos romanos, casa por casa, para subirlos a los trenes rumbo a Auschwitz. Destino exterminio final.
En la Roma de 1943, ocupada por la cruz esvástica, circulaba entre los conventos la indicación de un “deseo” del Papa. Esconder a los judíos, perseguidos por los nazis con la complicidad de los fascistas italianos que habían elaborado la lista de romanos para rastrear. El convento de calle Poggio Mojano 8, ya se había abierto cuando la madre superiora de la época, madre Elisabetta, transcribió en su diario el deseo del Papa de que se diera “refugio a los oprimidos”. No todos los conventos romanos lo complacieron. En la calle Poggio Mojano, sin embargo, en ese deseo del Papa casi se anticipan.
La primera en llegar fue una maestra de primaria. Después fue el turno de familias que huían. Todos escondidos en el segundo piso, en las siete habitaciones protegidos de la vista de los cazadores, donde las hermanas colocaron a su Virgen de Luxemburgo para custodiar a los perseguidos. No sin haber pedido antes el permiso a sus huéspedes judíos. Con valentía y audacia les escondieron en el mismo local que, hasta el 3 de octubre, había sido ocupado por las SS para convertirlo en un hospital militar. Y fue precisamente la audacia la que acudió en su ayuda cada vez que los escuadrones negros volvían a realizar registros que las monjas desviaban con santas mentiras y temerarias improvisaciones, hasta que las SS se marchaban, engañadas.
En tiempo de paz inició para el convento la época de la escuela infantil y primaria San Francisco. Generaciones de niños, entre las cuales quien escribe, han crecido en esas aulas, poniéndose sobre las mismas líneas negras a lo largo de las cuales, no lo sabían, se habían alineado las SS en armas, el 3 de octubre de 1943. Ninguno de esos niños del tiempo de paz supo nunca, hasta el 2019 (cuando lo reveló L’Osservatore Romano), la historia escondida de esa familia de mujeres que les enseñaba la ternura amorosa de Jesús y de Francisco y a no perder nunca, pero nunca, la esperanza.
Pero la guerra estaba al acecho. Lista para resucitar para volverse total. La corrupción, el tráfico de armas, el clima de locura, la profunda desestabilización de África, Medio Oriente, las persecuciones de los regímenes totalitarios, crearon nuevos pueblos oprimidos. Así, el portal de la calle Poggio Mojano 8, con naturalidad, se abrió de nuevo para los oprimidos, que ya no eran romanos como en 1943, sino rumanos, rusos, ucranianos, somalíes, congoleños, sirios, afganos, gitanos.
Actualmente los huéspedes de las siete habitaciones que ya fueron de las SS primero y de los refugiados judíos después, son doce. Las hermanas franciscanas de la Misericordia han puesto a su disposición el segundo piso del convento. Y la gente llega y se va procedente de todo el mundo. Llegan niños, incluso nacen. Llegan madres cargadas de dolores, con hijos nacidos en el miedo, incluso en la violencia, vivida como fatalidad inevitable. El convento es de nuevo un hospital que cuida seres humanos en pedazos. El navío que, en secreto, siempre estará listo para embarcar desde calle Poggio Mojano 8 a “los oprimidos” de toda guerra.
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