Ucrania. Don Ihor, vida y caridad de un sacerdote bajo fuego constante
Svitlana Dukhovych - Ciudad del Vaticano
«Mis feligreses quedaron muy impresionados por el hecho de que yo, como sacerdote, no me olvidara de ellos, incluso cuando, debido a la invasión rusa, me vi obligado a marcharme y ellos permanecieron aquí durante más de ocho meses». Lo dijo en una entrevista a Radio Vaticano - Vatican News el sacerdote greco-católico ucraniano P. Ihor Makar, que presta servicio en la región de Jersón desde 2005. Aunque el párroco siempre se ha enfrentado a muchos retos, la invasión a gran escala fue una prueba particular.
Sembrar el trigo, una y otra vez, con la esperanza de obtener una buena cosecha, pero sin la certeza de que las condiciones meteorológicas, las catástrofes naturales u otros imprevistos no interfieran. Así trabajan los agricultores, pero no sólo ellos. Las semillas pueden ser el amor, la bondad, la palabra, el conocimiento y todos los demás valores que nos hacen humanos. Cuando el P. Makar, originario de la región de Leópolis (al oeste de Ucrania), comenzó su servicio hace casi veinte años en los pueblos de Zelenivka, Antonivka e Inzhenerne, situados a las afueras de Jersón, parecía que no había «tierra» adecuada: sus tres parroquias tenían muy poca gente, en su mayoría del oeste de Ucrania. «Incluso antes de que empezara la guerra -cuenta- decidimos construir una capilla en Inzhenerne, aunque teníamos muy poca gente» y «a menudo me preguntaba para quién la estaba construyendo». La respuesta a su pregunta el sacerdote la recibió sólo después de la invasión rusa a gran escala, o mejor dicho, después de la liberación de Kherson.
El comienzo de la invasión rusa
La primera parroquia del padre Ihor estaba en Antonivka, lugar por el que pasaba el puente Antonivskyi (1.366 m de largo, 25 m de ancho), un punto estratégico que unía dos orillas del Dnipro y por donde ahora pasa la línea de demarcación. Cuando comenzó la invasión a gran escala, el sacerdote vivía allí con su mujer y sus cuatro hijos. «Los combates en nuestro puente - recuerda - empezaron ya el primer día de la guerra. Conseguimos salir dos horas antes. Éramos nueve en el coche: seis niños y tres adultos». Tras abandonar la región de Jersón, el padre Ihor no abandonó sus parroquias. Como muchos otros párrocos, buscó diferentes formas de ayudar a su gente, tanto material como espiritualmente.
Durante la ocupación de Jersón, que duró hasta el 11 de noviembre de 2022, el párroco, que se encontraba con su familia en Ternopil, al oeste de Ucrania, creó y gestionó un comedor social a distancia. Poniéndose en contacto con algunos conductores de autobús que transportaban gente desde Jersón, enviaba alimentos y dinero a sus feligreses que permanecían allí, y ellos preparaban comidas calientes y las llevaban a casa de los enfermos, ancianos y discapacitados. Junto con la comida, el sacerdote enviaba también medicinas y productos de higiene, porque muchas personas, sobre todo jubilados, no tenían dinero para comprarlos. «A veces -cuenta el padre Ihor- enviaba productos alimenticios al orfanato para niños discapacitados de Oleshky, que ahora está ocupado. Una vez recibí una llamada en Viber. Era un niño llamado Davyd, dándome las gracias por enviarle un paquete que habíamos recibido de España, contenía mandarinas en conserva en almíbar... Estaban muy contentos, me dieron las gracias y me dijeron: «¡Vengan a visitarnos!». No sé qué pasó después con esos niños, sólo sé que se los llevaron a un destino desconocido...».
Otro comienzo: el regreso tras la liberación de Jersón
Tras la liberación de Jersón y parte de la región, el P. Ihor volvió a sus parroquias. De nuevo cambios, nuevas circunstancias, pero el mismo ministerio, el mismo celo y el mismo deseo de estar cerca de la gente a la que llama «mi gente». Por razones de seguridad, no pudo regresar a la casa parroquial de Avtonivka. Su familia permaneció en Ternopil, él, en cambio, se alojó durante un tiempo en casas de feligreses, y hace unos meses se trasladó al centro pastoral de Zelenivka, que estaba en construcción antes de la guerra. Además de celebrar servicios eucarísticos en Zelenivka e Inzhenerne, el párroco está muy implicado en el ámbito social. En marzo del año pasado, se convirtió en director de Cáritas Jersón. «Proporcionamos - explica - diversos tipos de ayuda humanitaria. Distribuimos alimentos, productos de higiene, agua. Hace poco abrimos un espacio para niños en el sótano [nrd. que también puede utilizarse como refugio antiaéreo], porque en nuestra región los niños no van a la escuela, no van a la guardería, la enseñanza se hace por Internet y los niños están muy contentos de venir aquí para verse, hablar y jugar juntos».
Tiempo de cosecha
Aunque la guerra aún no ha terminado y el padre Ihor, como muchos otros sacerdotes que se dedican fielmente a su rebaño, se enfrenta cada día a nuevos retos, la vida demuestra que sus esfuerzos, su voluntad de «sembrar», incluso sin ver un «campo amplio», dan fruto. «Mis feligreses -cuenta- quedaron muy impresionados por el hecho de que yo, como sacerdote, no me olvidara de ellos, ni siquiera cuando, a causa de la invasión rusa, me vi obligado a marcharme y ellos se quedaron aquí más de ocho meses. Antes de la guerra, había como mucho quince o veinte personas en la Divina Liturgia los domingos, mientras que cuando regresé, y hasta hoy, asisten a misa entre 150 y 250 personas cada domingo. Muchos empezaron a venir a la iglesia porque decían: «Sólo desde que perdimos nuestra libertad y lo perdimos todo hemos comprendido lo importante que es Dios en nuestras vidas». También sienten gratitud porque Dios no se ha olvidado de sus hijos, que huyeron al extranjero y ahora viven en distintas partes del mundo: están a salvo y alguien se ha ocupado de ellos.
Vivir bajo fuego continuo
La región de Jersón es una región donde la gente oye más a menudo las explosiones de los bombardeos que las sirenas de las alarmas antiaéreas, porque cuando se produce un bombardeo de artillería, explica el padre Ihor, «desde el momento del disparo hasta la explosión pueden pasar de tres a cuarenta segundos, y la alarma antiaérea es incapaz de reaccionar». Por eso -afirma- vivir aquí es realmente peligroso, pero la gente sigue viviendo aquí y mi vocación como sacerdote es estar con ellos».
En respuesta a la pregunta sobre si la gente sigue abandonando estos lugares, el P. Ihor señala que «los que tenían que irse ya se han ido». Nosotros, añade, «trabajamos para los que se han quedado porque la gente busca a Dios y debemos estar aquí para servirles. Porque, aunque yo me fuera como sacerdote, la gente seguiría quedándose y la gente quiere escuchar la Palabra de Dios, porque su único consuelo es que pueden venir a la parroquia, enmarcarse, hablar entre ellos». Otra tarea muy importante y también dura de nosotros los sacerdotes en este tiempo son los funerales. A veces, mientras celebro un funeral oigo volar un cohete y explosiones cerca, pasa de todo. Pero mi vocación es estar con la gente. Dios me envió aquí y aquí estoy».
La única fuente de fuerza
Incluso a la pequeña iglesia de Inzhenerne, que el padre Ihor decidió construir antes de la guerra y a la que al principio acudía muy poca gente, acuden ahora regularmente entre cincuenta y setenta personas. «Me di cuenta -comenta- de hasta qué punto fue la providencia de Dios la que me empujó a construir esa pequeña iglesia, porque ahora la gente viene, disfruta de la iglesia y hace lo que haga falta porque dice que Dios es la única fuente de fuerza para vivir».
«¿Qué le ayuda a recuperar la fuerza?», le preguntamos al sacerdote. «Mi fuerza - responde - es la oración, es Dios. También me inspiran mucho los momentos en los que miro a los ojos de mi gente: confían en que estaré con ellos, en que estaré aquí. Y no puedo decir que esté desanimado, o rendirme, porque tengo que alentarlos a rezar y a creer que todo saldrá bien. También siento el apoyo de mi familia -mi mujer y mis hijos- cuando los visito en Ternopil: me apoyan y vuelvo con aún más entusiasmo para inspirar a otros y hacer las cosas que estamos haciendo aquí. Antes de la guerra, soñaba con todas las cosas que hacemos ahora en nuestra parroquia -viene mucha gente, trabajamos con niños- y no sabía cómo se harían realidad. Dios me ayudó a hacerlo y quizá sea doloroso que haya sucedido durante la guerra, pero nosotros, como Iglesia, estamos haciendo nuestra tarea. Y a pesar de las constantes explosiones, la gente a veces puede sentir un poco de alegría, sentir que no está sola».
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