Tsaku. Nacer en medio de la pandemia
Manuel Cubías - Ciudad del Vaticano
Eran las 12:59 de la noche del 2 de mayo de 2020, en una pequeña ciudad en el corazón de la Amazonía peruana. La cuarentena impuesta por la emergencia sanitaria del COVD-19 se rompió con un llanto, el llanto de mi hijo Tsaku. Su padre y yo elegimos ese nombre meses antes sin imaginar que iba a ser un presagio del tiempo de su llegada. Tsaku, en la lengua kukama significa ‘valentía´, como la de muchos de los niñas y niños que están naciendo en este tiempo de pandemia.
Escribo esto por las madres que esa madrugada, no pudieron escuchar el llanto de sus hijos. Por las madres que perdieron a sus hijos e hijas en el lecho del parto, por todos aquellos y aquellas que deambulaban por los hospitales, en jornadas interminables, por sus familiares internados en los centros hospitalarios colapsados y sin recursos suficientes.
La cultura, una herramienta para salvaguardar la vida
El sistema de salud ha creado a los últimos, a los descartados, a los que no vuelve a ver y que genera muerte en lugar de proteger sus vidas. Quiero decir que se trata de un sistema de salud sin opciones para la interculturalidad, visión que rescata la sabiduría ancestral de los pueblos amazónicos para salvaguardar la vida. Esto sería posible porque considero que depende de voluntades personales de las autoridades o del propio personal médico, tantas veces insensible. También depende de un Estado que hace sentir a sus hijas y sus hijos, que no tienen derecho a los derechos. Por todas las vidas que se han perdido, por todo el dolor que se ha sentido y que se está sintiendo.
La hora del parto
Después de horas en el hospital, compartiendo el lecho con otras parturientas que llegaban para dar a luz, sobre todo, procedentes de comunidades de la ribera del río, porque en sus localidades los centros de salud más cercanos no están en condiciones para dar una buena atención a la hora de una dificultad en el parto. Esa noche padecí una hemorragia (la primera causa de muerte materna post parto). Observé la desesperación en la cara de la obstetra que me atendía, mientras le pedía al único médico presente que viniera a socorrerme y de esa manera, ella podía atender otro parto. Estuve en observación algunas horas previendo una posible infección que no podía ser diagnosticada porque el único doctor que conocía el manejo del equipo de ecografía no quiso hacerla, pues no le gustaba ser molestado fuera de su turno. Por eso, nos evacuaron, en una vetusta ambulancia, sin equipamiento. Allí nos tocó echar a suertes cuál de las dos pacientes que íbamos de emergencia, podía ir acostada en la camilla durante las casi 2 horas de viaje.
Llegamos a Iquitos justo cuando los contagios de COVID-19 estaban en su pico más alto. Observé gente que era atendida en los jardines, algunos con suerte, otros muriendo en los motocarros en los brazos de sus familiares. “Maldita sea, el Estado no entiende” fueron las palabras del director de salud de la región, al referirse con impotencia al propio sistema que él representa.
En la camilla a mi derecha, una joven lloraba y pedía que le sacaran del lugar, su hijo había fallecido en su vientre por no ser atendida a tiempo. Yo sentía que en el pasillo de la sección de maternidad la muerte estaba dando vueltas. Una abuela con su nieto en brazos pidiendo que le entregaran el cuerpo de su hija. Un padre esperando el cuerpo de su nieto porque en la posta médica no hubo atención y llegó muy tarde al hospital. Al día siguiente nos dieron el alta y nos sacaron de la cama, porque necesitaban el espacio. Era de noche cuando dejamos el hospital. Llevaba en brazos a mi hijo con apenas unas horas de nacido. Nos dirigimos hacia la calle y tuvimos que buscar donde pasar la noche. ¡Nadie quería acoger a gente que había estado en contacto con el hospital!
Estábamos viviendo, una vez más, la experiencia de un Estado negligente, que trata a los ciudadanos de manera desigual y que excluye. Vivía la dinámica de los pobres que acogen cualquier dádiva sin mucha reflexión. Un Estado que “nos desprecia” como dice el “Apu” Emerson Mucushua del pueblo achuar en la frontera con Ecuador. Vivenciamos la ausencia del Estado y del bienestar al que también tenemos derecho como ciudadanos de este país. Siento tristeza cuando veo que se prefiere cuidar a las grandes empresas y no a los propios ciudadanos.
No digo esto por la pandemia. Ésta solo nos ha desnudado. Hablo por tantas muertes, de las que la desigualdad es responsable.
Lo cierto es que somos iguales en el miedo y el dolor que va dejando el COVID-19. Somos similares en la desesperanza y en la angustia colectiva. La pandemia nos ha puesto frente a nosotros mismos. Seremos menos al salir de este encierro, notaremos la ausencia de muchos. Nos sentiremos heridos en esta sociedad desigual e injusta; estaremos asustados como quien sale de la oscuridad a ver la luz nuevamente.
Estamos viviendo estos tiempos de pandemia, un día tras otro, en diferentes circunstancias, siendo protagonistas de un momento en la historia de la humanidad al que no nos imaginábamos asistir. No podemos llorar a nuestros muertos; algunos buscan el pan cada día para domar el hambre, otros, en mejores condiciones, se enfrentan a la arisca tecnología para teletrabajar o telestudiar.
Mi hijo Tsaku, ha cumplido 4 meses, y yo cada mañana me maravillo con sus ojazos abiertos. Queremos hablarle de la esperanza, de tiempos nuevos y mejores, de tiempos en los que él mismo, como cada uno de nosotros, estamos llamados a construir. ¡Ojalá nos decidamos ser más humanos, más hermanos!
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