Black Friday Black Friday 

Black Friday: Un festival de consumismo voraz

Genaro Ávila-Valencia, mercadólogo y religioso de la Compañía de Jesús plantea una mirada del fenómeno mediático y comercial conocido como “Black Friday”. Contrasta los deseos creados por la dinámica consumista y los deseos que nacen de lo profundo del corazón, como llamada a servir a los demás. “¿Qué oferta resuena en tu corazón?”

Algunos países exitosos desde el punto de vista económico son presentados como modelos culturales que se imponen a los países menos desarrollados, como nos lo recuerda el Papa Francisco en su encíclica Fratelli tutti; además, esa disparidad económica produce en los países pobres un halo de nostalgia muy triste y superficial que lleva a copiar y comprar en lugar de crear. Lo que suele haber detrás de la imagen de un país económicamente exitoso son muchas voces que gritan enmudecidas y muchos hombros que cargan el peso de un sistema basado en el consumo excesivo. Tal es el caso, por ejemplo, del típico Black Friday estadounidense, un festival de consumismo, un desfile de “ofertas” y un vaivén de tarjetas de crédito que se deslizan al ritmo de los “meses sin intereses” hasta endeudar a la gente al máximo posible pues, como dicen: quien nada debe, nada tiene.

Soy mercadólogo de profesión y religioso por vocación, esto me da la posibilidad de contemplar la realidad desde una mirada particular y a veces contradictoria. Eso significa también que he sido víctima y victimario de un sistema económico basado fundamentalmente en el consumo exacerbado de productos, servicios y experiencias. He sido testigo del interminable ciclo de producción que genera el consumismo: desde la ideación y diseño del producto, hasta la obtención de materias primas, su transformación, distribución y venta final para volver de nuevo a repetir el proceso una y mil veces más. Por lo tanto, quisiera ofrecer unas palabras con la esperanza de que nos ayuden como antídoto para contrarrestar la inevitable fiebre consumista que nos lleva a consumirnos hasta a nosotros mismos como si fuéramos también simples mercancías u objetos.  

El punto medular que genera y sostiene al consumismo no es la satisfacción de las necesidades, sino el deleite de los deseos. Deseos que, seducidos por la mercadotecnia y la publicidad, se vuelven insaciables al punto de casi convertirse en una necesidad fundamental. Los mercadólogos y las grandes compañías de publicidad saben bien que los deseos son poderosos y complejos; saben que son dinamizadores de nuestra psique, por eso son el punto de enganche en la sensibilidad de una persona expuesta a un mundo saturado al por mayor de ofertas publicitarias estimulantes: productos, servicios, experiencias, sensaciones, signos, marcas y un largo etcétera. Y es que en el deseo radica una fuerza tal que es capaz de impulsarnos a hacer lo que sea para nunca llegar a satisfacerlo. Cuando ese impulso es desmesurado y desencaminado puede desorientarnos a tal grado que corremos el riesgo de ofuscar nuestros sentidos, nuestra inteligencia y nuestra voluntad; entonces nos volvernos esclavos de nuestras apetencias más caprichosas y muchas de las veces primitivas buscando llenar un barril que no tiene fondo.

De la espiritualidad ignaciana he aprendido que Dios habita en los deseos, esos deseos que nacen de lo más hondo del corazón como un manantial que da vida, como una fuente que mana y corre y nos impulsan a salir de nosotros mismos para ponernos al servicio de los demás y, ayudados de su gracia, saciar su sed. Como cristianos, siempre hemos estamos llamados a crecer y dar fruto, aún en medio de la hierba, somos trigo y cizaña; de ahí la importancia de discernir y saber distinguir, en medio de los ruidos del tumultuoso mercado de ofertas y promociones, cuál es la voz silenciosa del Señor que nos llama en el clamor de su pueblo y nos invita a colaborar alegremente con él y no dejarnos llevar por una cultura consumista basada en el estímulo-respuesta que sólo busca anestesiar nuestros vacíos existenciales y nuestras carencias afectivas.

Vivimos tiempos recios y, es verdad, nuestras economías se han visto muy afectadas; Sin embargo, no creo que la respuesta sea impulsar el consumismo voraz que engendra indiferencia y anula nuestra capacidad de compasión. La clave está en dejarnos conmover por la pobreza y no convertirnos en cómplices consumidores insaciables. Ojalá escuchemos la invitación de tender la mano al pobre que implica consumir menos y compartir más para que no pretendamos llenar el hastío de nuestros días grises a base de productos y servicios que nos prometen una felicidad muy efímera. Tender la mano al pobre es ser conscientes de que en estos tiempos de pandemia hay gente pasándola muy mal. Pidamos la gracia de sentir la invitación, suave, delicada y sutil, que nos invita a ser compasivos con los pobres y compartir con ellos lo que tenemos, sea poco o sea mucho. ¿Qué oferta resuena en tu corazón?

 

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26 noviembre 2020, 09:24