El Papa hijo de migrantes y el largo magisterio de la acogida
Andrea Tornielli
En su amplio discurso pronunciado en Marsella en la conclusión de los Encuentros Mediterráneos, el Papa Francisco, hijo de emigrantes, recordó que el fenómeno migratorio no es una novedad de los últimos años, ni él es el primer Pontífice que se ocupa del tema. Hace al menos setenta años que la Iglesia siente la urgencia creciente de esta situación.
Corría el año 1952, y siete años después del final de la Segunda Guerra Mundial, Europa conocía aún el drama de los desplazados. Pío XII, en la Constitución apostólica Exsul Familia, escribía que "la Familia de Nazaret en el exilio, Jesús, María y José emigrantes en Egipto [...] son el modelo, el ejemplo y el apoyo de todos los emigrantes y peregrinos de toda edad y de cada país, de todos los refugiados de cualquier condición que, acuciados por la persecución o la necesidad, se ven obligados a abandonar su patria, a sus parientes queridos [...] y a marchar a tierra extranjera".
Guerras, persecuciones o necesidad de mejorar la propia condición son las motivaciones de la migración, a las que hoy se añaden con cada vez más evidencia los problemas ligados a los cambios climáticos.
En 1967, con la gran encíclica Populorum progressio, había sido Pablo VI quien recordaba que los pueblos del hambre interpelan dramáticamente a los pueblos de la opulencia, enumerando tres deberes para las naciones más desarrolladas: el deber de la solidaridad, el de la justicia social y el deber de la caridad universal. El Papa Montini había reiterado el "deber de la acogida", sobre el que, escribía, "nunca insistiremos bastante".
Además de los dos ejemplos citados por Francisco, podrían citarse muchos otros. Por ejemplo, las palabras de Juan Pablo II, que en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Emigración de 1996 escribió: "El primer modo de ayudar a estas personas es el de escucharlas para conocer su situación y asegurarles, cualquiera que sea su posición jurídica frente al ordenamiento del Estado, los medios de subsistencia necesarios".
Y añadía que "es necesario vigilar contra la aparición de formas de neorracismo o de comportamiento xenófobo, que intentan convertir a estos hermanos nuestros en chivos expiatorios de eventuales situaciones locales difíciles".
O también Benedicto XVI, que en su Mensaje del 2012 observaba que "hoy vemos que muchas migraciones son consecuencia de la precariedad económica, de falta de los bienes de primera necesidad, de calamidades naturales, de guerras y de disturbios sociales. En lugar de una peregrinación animada por la confianza, por la fe y por la esperanza, migrar se convierte entonces en un "calvario" para la supervivencia, donde hombres y mujeres aparecen más como víctimas que como autores y responsables de su vicisitud migratoria".
Ciertamente, también en Marsella, como lo repitió varias veces durante los diez primeros años de su pontificado, Francisco citó las dificultades para acoger, proteger, promover e integrar a las personas no esperadas. Recordó la responsabilidad común de toda Europa y la necesidad de garantizar "un amplio número de ingresos legales y regulares, sostenibles gracias a una acogida ecuánime" por parte del continente europeo.
Pero también reiteró que el criterio principal debe ser siempre el de la salvaguardia de la dignidad humana y no el del mantenimiento del propio bienestar. Porque, como deberíamos haber aprendido de la reciente experiencia de la pandemia, sólo nos salvamos juntos, jamás solos.
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