Parolin: Papa Wojtyła, una ventana abierta al mundo
Pietro Parolin
Había regresado al Vaticano cuando faltaban pocos días para su 70 cumpleaños. Yo, al otro lado del océano, pensaba en lo que acababa de suceder, una experiencia verdaderamente única, humana y espiritualmente "abrumadora" lo llamaría, para mí y para los millones de fieles que encontré a lo largo del camino que le había llevado a tocar prácticamente, en una semana, toda la geografía de la "tierra de los volcanes".
Ciudad de México, 1990. Entonces era mayo. Ahí empiezan mis recuerdos más personales de San Juan Pablo II, a quien saludé rápidamente unos años antes durante mi visita al Pontificia Academia Eclesiástica. Había concluido su cuadragésimo séptimo viaje apostólico al extranjero, en cuya preparación y realización había participado directamente como Secretario de la entonces Delegación Apostólica en México. El mismo país que en enero de 1979 había constituido el primer eslabón de esa cadena impensable de itinerarios apostólicos para el mundo emprendida por el Papa "llamado desde lejos", que logró acercar todas las distancias. No sólo esos kilómetros.
En esa época, México, aunque contaba con el 95% de la población católica, fervientemente mariana por la presencia del Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en la capital y numerosos otros lugares de culto dedicados a la Santísima Virgen en todo el territorio, mantenía una Constitución laicista, que no reconocía el derecho de la Iglesia a existir e incluso llegaba a prohibir los servicios religiosos en público.
Pero Juan Pablo II no vino como político en busca de acuerdos, aunque su carisma y su "ímpetu" favorecieron en los años inmediatamente posteriores a la transformación de la política gubernamental en materia religiosa y al establecimiento de relaciones diplomáticas con la Santa Sede, a favor de las cuales el entonces Delegado Apostólico, Monseñor Girolamo Prigione, había trabajado larga y tenazmente. Se presentó, más bien, como un peregrino en busca de la fe. En la ceremonia de bienvenida en el aeropuerto dijo: "El Señor, maestro de la historia y de nuestros destinos, ha establecido que mi pontificado era el de un Papa peregrino de la evangelización, para recorrer los caminos del mundo llevando el mensaje de salvación a todos los lugares". Poco después reiteró el concepto, presentándose como "un peregrino del amor y la esperanza, con el deseo de alentar las energías de las comunidades eclesiales, para que den abundantes frutos de amor a Cristo y de servicio a los hermanos".
Creo que podemos condensar estas palabras en una sola: misión. Para él no era una opción preferencial, sino un requisito evangélico. Salir de sí mismo para redescubrirse, perderse para encontrarse: el Maestro nos enseña esto. El mismo nombre que había elegido como Pontífice llevaba el del primer gran misionero, Pablo de Tarso. Como él, había recibido la insuperable llamada de ampliar las puertas de la casa para que todos los que había alcanzado se sintieran en casa: la casa del Dios vivo está destinada a la gran familia humana. No sólo eso, sino que, como el Apóstol de los gentiles, no se ahorró nada, haciendo todo lo posible para que todos participasen de él (cf. 1 Cor 9, 23).
Me ha dejado una impresión indeleble e inspiradora el esfuerzo que ha supuesto ser fiel a las dos citas programadas cada día, una por la mañana y otra por la tarde, en diferentes lugares de la República, con la celebración de la Santa Misa y la liturgia de la Palabra respectivamente. Y con ese fino humor que le caracterizaba, de modo que una mañana, saludando como de costumbre a las decenas de miles de personas que "asediaban" la Sede de la Nunciatura Apostólica día y noche durante su estancia, rezando y cantando, dijo (en referencia al hecho de que esa noche no volvería a la Ciudad de México como lo hizo los otros días): "Hoy les doy vacaciones: ¡descansen un poco!
De este modo, aquel "Abrir las puertas a Cristo" se convirtió cada vez más en un camino dentro de mí: no fue sólo una valiente exhortación, sino la conciencia de que no se puede ser Iglesia si no se abren verdaderamente las puertas de la casa al Señor y, con él, a todos los hermanos y hermanas creados a su imagen. Un anuncio dado inmediatamente al mundo, desde la inauguración del Pontificado y la primera Encíclica, dedicada al Redentor del hombre y al hombre, por medio de la Iglesia.
Así es como el servicio diplomático, en el que di mis primeros pasos, abrió horizontes más amplios: no sólo exigía llamar la atención de los demás sobre las razones legítimas de cada uno, sino abrir, ante todo y para todos, las puertas de la casa, en nombre de Jesús. Se trataba de vivir la misión diplomática recordando que el sustantivo precede y motiva el adjetivo. Se trataba de acoger una espléndida verdad: la de no ser extranjeros en ningún país, y por tanto en casa en todas partes. No sólo porque los católicos están en todas partes del mundo, sino sobre todo porque en el hombre, en cada hombre, hay un Cristo que llama pidiendo abrir una puerta.
Así, nuevos gestos con sabor evangélico antiguo, signos, imágenes imborrables resurgen en la memoria: fronteras cruzadas, encuentros ecuménicos, interreligiosos, sociales, históricos. Un Evangelio de la vida declinó en singular y plural: Evangelio de vidas, muchas, muchas (¿quién se ha reunido más en las últimas décadas?), todas preciosas, únicas, abrazadas por una sonrisa que siempre ha amado la belleza, cuando sobresalía bruscamente en las cumbres del Valle de Aosta y cuando yacía, agazapada y dolorida, en una cama de hospital. No es una coincidencia que el Papa más sufriente que nos mostraron los medios de comunicación fuera también el Papa de los jóvenes, a quien el 15 de abril de 1984, con ocasión de la primera Jornada dedicada a ellos, dirigió una frase memorable: "¡Vale la pena ser un hombre, porque tú, Jesús, has sido un hombre!
Habían pasado 25 años desde esos ocho inolvidables días en México. Yo también había cruzado el océano, y llegado a la Curia. En la primavera de ese año vimos desde las ventanas ríos de gente caminando, entre oraciones y cantos, hacia aquel que, introduciendo a la Iglesia en el tercer milenio, había hablado de una nueva primavera del Espíritu. Gente de todas partes vino a corresponder a las visitas del Papa peregrino. La familia humana y cristiana se reunió alrededor del padre, el hermano, el amigo. Muchos idiomas expresaron el mismo afecto por el Papa misionero que había viajado por el planeta para recordar a todos su dignidad.
En el lenguaje cristiano la misión rima precisamente con la comunión. El Concilio Vaticano II lo enseñó, recordando que la Iglesia, esencialmente, es comunión en sí misma y misión para los demás. Del Concilio, mapa de ruta de la Iglesia de nuestro tiempo, el itinerante Juan Pablo II fue primero un joven padre y luego un hijo mayor. Y ahí estamos, todos reunidos en comunión alrededor del Papa de la misión, a principios de abril, en sus días de Pascua. Miramos al Crucifijo y su cruz, reunidos como María y Juan al pie del bosque, para formar una familia. Entendimos que esos nombres le convenían: María, cuya inicial destacaba bajo la cruz de su escudo, pero que estaba mucho más impresa en el Totus tuus del corazón; Juan, el icono evangelista de la comunión, el primer nombre de un Papa fiel a él, porque era el padre de toda la familia humana.
La última imagen es la de él mirando a la plaza, el domingo de Pascua, a la ventana, gesticulando y en silencio para la última bendición, la que no tiene palabras, la que está hecha con vida. Alguien escribió que la vida es una ventana abierta al mundo. Creo que esto se aplica de manera especial al Papa nacido hace cien años. Le agradezco de corazón que haya abierto tantas ventanas a mi mundo interior también. Y por dejar que la luz del mundo entre en ellos.
Hojee gratuitamente L'Osservatore Romano y lea la edición especial sobre el centenario del nacimiento de San Juan Pablo II
Gracias por haber leído este artículo. Si desea mantenerse actualizado, suscríbase al boletín pulsando aquí