El escándalo de los abusos y la reforma en la Iglesia
Andrea Tornielli
“La reforma en la Iglesia la han hecho hombres y mujeres que no tuvieron miedo de entrar en crisis y dejarse reformar a sí mismos por el Señor. Es el único camino, de lo contrario no seremos más que ‘ideólogos de reformas’ que no ponen en juego la propia carne”. Este es un pasaje de la carta con la que el Papa rechazó la oferta de dimisión del cardenal Reinhard Marx de la conducción de la diócesis de Múnich y Frisinga. Es un texto papal lleno de notables indicaciones, que van mucho más allá del caso particular para centrarse de nuevo en lo esencial, indicando la mirada y la actitud cristiana ante la realidad. Esa mirada y esa actitud se olvidan a menudo cuando -incluso en la comunidad eclesial- se corre el riesgo de atribuir un valor salvífico a las estructuras, al poder de la institución, a las normas legislativas cada vez más detalladas y estrictas, a las best practices empresariales, a la lógica de la representación política trasplantada en los caminos sinodales, a las estrategias de marketing aplicadas a la misión, al narcisismo comunicativo de los efectos especiales.
Afirmar, como hace el Obispo de Roma, que ante el escándalo de los abusos "no nos salvarán las encuestas ni el poder de las instituciones. No nos salvará el prestigio de nuestra Iglesia que tiende a disimular sus pecados; no nos salvará ni el poder del dinero ni la opinión de los medios (tantas veces somos demasiado dependientes de ellos)", significa una vez más indicar el único camino cristiano. Porque, escribió el Papa a Marx, "nos salvará abrir la puerta al Único que puede hacerlo y confesar nuestra desnudez: ‘he pecado’, ‘hemos pecado’…". Es en el camino de la debilidad donde la Iglesia vuelve a encontrar la fuerza, cuando no confía en sí misma ni se siente protagonista, sino que pide perdón e invoca la salvación del Único que puede darla.
El Papa emérito Benedicto XVI, en sus notas preparadas para la cumbre de febrero de 2019 para la protección de los menores y publicadas dos meses después, preguntándose cuáles eran las respuestas adecuadas a la lacra de los abusos había escrito: "El antídoto contra el mal que nos amenaza últimamente a nosotros y al mundo entero solo puede consistir en el hecho de que nos abandonemos" al amor de Dios. "Si reflexionamos sobre lo que hay que hacer, está claro que no necesitamos otra Iglesia inventada por nosotros". Hoy en día "la Iglesia es vista en gran medida solo como una especie de aparato político" y "la crisis provocada por muchos casos de abusos a manos de sacerdotes nos empuja a considerar a la Iglesia incluso como algo malo que debemos tomar definitivamente en nuestras manos y formar de una manera nueva. Pero una Iglesia hecha por nosotros no puede representar ninguna esperanza".
En 2010, en medio de la tormenta provocada por el escándalo de los abusos en Irlanda, el Papa Ratzinger había señalado el camino penitencial como el único viable, diciendo que estaba convencido de que el mayor ataque a la Iglesia no provenía de enemigos externos, sino de su interior. Hoy su sucesor, Francisco, con una consonancia de miradas y acentos, nos recuerda que la reforma, en la Ecclesia semper reformanda, no se realiza con estrategias políticas, sino con hombres y mujeres que se dejan “reformar por el Señor”.
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