Semeraro beatifica a dos mártires de la Guerra Civil española en Barcelona
Alessandro De Carolis - Ciudad del Vaticano
Dos historias entre el drama y el cielo, como todas las que hablan de martirio contra personas de fe. Y de espaldas que permanecen erguidas incluso con una pistola apuntándoles a la cara, que no se doblegan aunque sepan que la fidelidad al Evangelio está a punto de ser fatal, en medio del desprecio y la violencia. Estas son las historias de un sacerdote, Gaietà Clausellas, y de un laico, Antoni Tort, a quienes el cardenal Marcello Semeraro ha proclamado beatos esta mañana durante una ceremonia presidida en la basílica de la Sagrada Familia de Barcelona.
Mansedumbre frente a ferocidad
«En su decreto, el Papa describió su historia personal con la imagen evangélica del Buen Samaritano», dijo en su homilía el prefecto del Dicasterio para las Causas de los Santos, que presidió la Misa. El P. Gaiety, sacerdote que había elegido la humildad como hábito, repartía su tiempo entre la oración, los ancianos y los pobres, a los que daba de comer yendo a buscar a los que estaban peor. Cuando los milicianos vinieron a buscarle el 14 de agosto de 1936, les recibió cortésmente, saludó a su cuñada y les siguió recitando el Te Deum. Le disparan por la espalda tras detener el coche en medio de la carretera.
Antonio Tort es un excelente orfebre y un ferviente católico, marido y padre de 13 hijos, que lleva la Eucaristía a quienes no pueden recibirla y los domingos por la mañana va a afeitar a los tuberculosos del hospital de San Lázaro y por las tardes da catequesis en la parroquia. Su «culpa», en plena guerra civil y odio anticristiano, es dar hospitalidad a su obispo y cuatro monjas, y cuando el 3 de diciembre de 1936 irrumpen en su casa arrebata las hostias consagradas de las manos del miliciano que iba a profanarlas y las reparte entre los presentes, incluso a su hijo de 5 años, diciéndole «Ellos te quitan a tu Padre de la tierra y yo te doy a tu Padre del cielo», después siguió a sus verdugos hasta el cementerio de Montcada, donde fue asesinado a la edad de 41 años y arrojado a una fosa común.
La vida, don y no posesión
A su «testimonio de caridad ambos permanecieron fieles, incluso cuando esto exponía sus propias vidas al peligro», subrayó el cardenal Semeraro, añadiendo que estos «testimonios de martirio, tan intensos e incluso conmovedores» deben entenderse a la luz del ejemplo de Cristo, es decir, de un modo de considerar la propia vida no como «una posesión que hay que tener con avaricia, como un bien único que hay que defender a toda costa, sino, al contrario, abriéndola al encuentro, a la misericordia, al cuidado de los demás, y esto no sólo por solidaridad y filantropía, que también son gestos importantes y dignos de estima», sino precisamente «imitando a Jesús».
Imitadores de Jesús
El testimonio que nos llega de los beatos, dice el Cardenal Prefecto, es en esencia el de «seguir a Cristo». Como Moisés, a quien Dios dijo «que sólo podía verlo de espaldas» -y, por tanto, en cierto modo sólo siguiéndolo, como comentaba san Gregorio de Nisa-, «al final», concluye el cardenal Semeraro, es «lo que hicieron nuestros dos beatos: dejaron a Dios la elección de su camino». Ciertamente, la elección de la vida cristiana ya había sido hecha por ambos en respuesta a una vocación: uno eligiendo el ministerio sacerdotal y el otro la misión de esposo y padre» Y, sin embargo, »aceptaron ser condenados como él por el don a los demás de sus vidas. Esto es lo que hace al mártir: la imitación de Cristo, incluso cuando seguirle lleva a la elección de aceptar la muerte».
Gracias por haber leído este artículo. Si desea mantenerse actualizado, suscríbase al boletín pulsando aquí