Corpus Domini
La fe en Dios Padre e Hijo y Espíritu Santo (Santísima Trinidad) no es una experiencia lejana o inalcanzable. Al contrario, Dios mismo ha querido permanecer con nosotros bajo la forma del Pan de cada día que se parte y se comparte cada vez que se reviven sus palabras: "Este es mi Cuerpo... Esta es mi Sangre...".
El origen de la Solemnidad de hoy, que reconoce y agradece esta presencia tan cercana de Dios, se halla en 1207 en Bélgica, cuando una joven monja agustina, Juliana de Cornillón, tuvo una visión que presentaba la luna llena con una mancha opaca que empañaba su esplendor. La visión fue interpretada así por los expertos de la época: la luna llena simbolizaba la Iglesia; la mancha opaca era la ausencia de una fiesta que honrase de forma específica el Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Con el apoyo de numerosos teólogos, se pidió entonces al obispo que aprobara la celebración de esta nueva fiesta. Al año siguiente, Juliana tuvo otra visión más clara, pero todavía tuvo que luchar mucho para que fuera instituida la fiesta; lo consiguió solo en 1247 y a nivel diocesano, cuando Roberto de Thourotte se convirtió en obispo de Lieja.
En 1261, un antiguo archidiácono de Lieja, Jacques Pantaléon, fue elegido Papa con el nombre de Urbano IV. En 1264, impresionado por un milagro eucarístico que tuvo lugar en Bolsena -cerca de Orvieto (Italia), donde él residía- promulgó la Bula Transiturus, con la que instituyó la nueva Solemnidad en honor del Santísimo Sacramento, que había de celebrarse el primer jueves después de la octava de Pentecostés. A Tomás de Aquino se le dio el encargo de componer el oficio litúrgico, cuyo himno más famoso es el Sacris solemniis; la penúltima estrofa, que comienza con las palabras “Panis angelicus”, ha sido musicada a menudo separadamente del resto del himno. Como el Papa Urbano IV murió dos meses después de instituir la fiesta, la bula no fue actuada. Años más tarde, el Papa Clemente V la confirmó. La procesión del Corpus fue introducida por el Papa Juan XXII en 1316.
En 1990, San Juan Pablo II hizo una visita pastoral a Orvieto; hablando de la catedral, dijo: "Si bien su construcción no tiene relación directa con la solemnidad del Corpus Domini, instituida por el Papa Urbano IV, mediante la bula Transiturus, en el año 1264, ni con el milagro de Bolsena del año precedente, es indudable que el misterio eucarístico se halla aquí manifiestamente evocado por el corporal de Bolsena, para el cual se hizo construir especialmente la capilla que ahora lo custodia celosamente. Desde entonces la ciudad de Orvieto es conocida en el mundo entero por ese signo milagroso, que a todos nos recuerda el amor misericordioso de Dios que se ha hecho comida y bebida de salvación para la humanidad peregrina en la tierra. Vuestra ciudad conserva y alimenta la llama inextinguible del culto hacia un misterio tan grande" (17 de junio de 1990).
Del Evangelio según San Juan
Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo».
Los judíos discutían entre sí, diciendo: «¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?».
Jesús les respondió: «Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente» (Jn 6,51-58).
Hay pan y pan
El pueblo no olvida ni puede olvidar la experiencia del Éxodo y lo que Dios ha hecho por él, señala el libro del Deuteronomio en la primera lectura. Podríamos decir que la vida se guía por la memoria: "Acuérdate del largo camino que el Señor, tu Dios, te hizo recorrer..." (cfr. Dt 8,2ss). A lo largo de este camino, el pueblo recibió el maná, a fin de encontrar fuerzas para afrontar la dura travesía del “inmenso y temible desierto, entre serpientes abrasadoras y escorpiones. No olvides al Señor, tu Dios, que en esa tierra sedienta y sin agua, hizo brotar para ti agua de la roca, y en el desierto te alimentó con el maná, un alimento que no conocieron tus padres”(Dt 8,15). La acción salvadora de Dios es una acción providencial capaz de llegar allí donde el hombre solo no puede hacerlo.
Pero la experiencia del desierto, descrita con tanto detalle por el autor, nos hace pensar también en los desiertos de nuestra vida, cuando las penurias, las dificultades y la falta de sentido se apoderan de nosotros y nos hacen incapaces de seguir adelante. Como los israelitas, quedamos así prisioneros del lamento y de la nostalgia por la cómoda esclavitud, cuando al menos había comida. Pues bien, Dios es quien dona el alimento que da fuerza y vigor. Hay otro alimento capaz de revivir la esperanza en nosotros y de hacer que continuemos el camino. Como hizo antes en el desierto, así hoy Dios nos da el "Pan de los Ángeles", como nadie ha visto jamás.
Pan del Cielo
En ese Pan, Jesús se entrega a mí, a cada uno de nosotros, y nos hace capaces de continuar el camino hacia el Cielo, hacia la eternidad: "El que coma de este pan vivirá eternamente". En este Pan Jesús nos hace partícipes de su amor, nos alimenta de Él. Él mismo es banquete y comida. Jesús mismo es la Eucaristía: "Este es mi cuerpo...", "Esta es mi sangre..." Es decir: esta es mi vida, soy Yo. La Eucaristía es un anticipo de lo que viviremos juntos en la eternidad.
Estamos hechos para grandes cosas
Al darnos ese Pan, Cristo nos hace comprender que estamos hechos para cosas grandes y superiores. En esta mirada hacia arriba, coherente con nuestro renacimiento de lo alto (Jn 3), Jesús nos revela la perspectiva con la que estamos llamados a mirar la vida: no te detengas en las cosas terrenales y horizontales (cfr. Col 3,1-4), sino mira hacia arriba. Apunta alto. La Eucaristía es el sacramento que nos proyecta hacia las cosas del cielo, que nos invita a pensar de manera superior, vertical, según Dios y no según los hombres (cfr. Mc 8,33). En esta proyección, la Eucaristía se nos ofrece como alimento, como fuerza, como pan del cielo porque “el que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed" (cfr. Jn 6,35). Esto, y sólo esto, puede salvarnos de una vida aplastada y banal.
No es un billete, sino una lógica
La condición para todo ello es que la Eucaristía no sea vivida como un "ritual", una especie de "peaje semanal" que hay que pagar, una obligación, porque volveríamos a caer en la lógica de la antigua alianza, en la que obedecemos una ley externa que no cambia la vida y ni siquiera la salva. Lo que Jesús nos pide es que asumamos esta lógica hasta hacerla un modo de vida, una nueva forma de estar en la existencia, sabiendo tomarla en nuestras manos y ofrecerla: en Él, para los demás.
Comprender la Eucaristía, vivir la Eucaristía, nos llevará a hacer de esta experiencia de amor una forma de vida, un "alto nivel", una forma de amar y servir. Como Jesús: "Haced esto en memoria mía". Un "hacer en memoria" que es un "hacer como Él", es decir, pasar del "yo" al "nosotros", vincularse a los demás, ocuparse de los demás (pensemos en el lavatorio de los pies, Juan 13; en el buen samaritano, Lucas 10, 25ss).
La Eucaristía es una experiencia en la que se encuentra la comunidad, es un encuentro comunitario, un lugar de fraternidad: por eso el cristiano no puede contentarse con la oración personal, porque hay un momento en el que la comunidad, los amigos de Jesús, se encuentran juntos para rezar: esto es la Eucaristía. Y en esta reunión, escuchamos la Palabra y nos alimentamos con la Eucaristía.
Oración
Señor Jesús,
al enseñarme a seguir al hombre con el cántaro de agua,
me enseñas a seguir los pasos de los que viven el bautismo con seriedad:
ayúdame a imitar a los que llevan una vida elevada.
Señor Jesús,
al invitarme al piso superior
me pides que abandone una forma de vida plana:
Ayúdame a dejarme llevar por los deseos que inspiras en mi corazón.
Señor Jesús,
al darme el pan y el vino, tu Cuerpo y tu Sangre,
me enseñas que la vida o es un regalo o no es vida:
ayúdame, alimentado por Ti, a hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre.
Señor Jesús,
al reunir a tus discípulos alrededor de la mesa,
me enseñas que no hay Eucaristía sin fraternidad
y no hay fraternidad sin servicio.
Ayúdame a hacer de mi vida una vida eucarística.
(Oración de A.V.)