Pentecostés
La solemnidad de Pentecostés se celebra 50 días después de la Pascua: una fiesta en la que se conmemora el don del Espíritu Santo, que colma la confusión de Babel (cfr. Gn 11): en Jesús, muerto, resucitado y ascendido al cielo, los pueblos vuelven a entenderse en una única lengua, la del amor.
En la primera mitad del siglo III, Tertuliano y Orígenes ya hablaban de Pentecostés como una fiesta que seguía a la de la Ascensión. En el siglo IV, Pentecostés se celebraba comúnmente en Jerusalén, como recuerda la peregrina Egeria, y proponía el tema de la renovación que la venida del Espíritu había provocado en los corazones de los hombres.
Pentecostés tiene sus raíces en el pueblo judío, con la Fiesta de las Semanas, una fiesta de origen agrícola en la que se celebraba la cosecha del año. Más tarde, los judíos recordaron la revelación de Dios a Moisés en el Monte Sinaí con el regalo de las Tablas de la Ley, los diez mandamientos. Por eso, para los cristianos se convierte en el momento en que Cristo, vuelto a la gloria del Padre, se hace presente en el corazón humano a través del Espíritu, una ley dada por Dios y escrita en los corazones: "La Alianza nueva y definitiva ya no se funda en una ley escrita en tablas de piedra, sino en la acción del Espíritu de Dios que hace nuevas todas las cosas y se graba en los corazones de carne" (Papa Francisco, Audiencia General del 19 de junio de 2019). A partir de Pentecostés, la Iglesia comienza y se lanza en su misión evangelizadora.
Del Evangelio según San Juan
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús, y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!».
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes».
Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan». (Jn 20,19-23).
Las puertas cerradas
El evangelista Juan no teme mencionar las "puertas cerradas" tras las cuales los discípulos estaban presos del miedo. Estando encerrados, los enemigos no podían entrar, pero ellos tampoco podían salir. A primera vista, parece una situación que les hace sentirse seguros y en paz; pero a la larga muestra sus limitaciones, porque esas puertas cerradas revelan la ansiedad de los discípulos, su inseguridad, su cobardía. En una palabra, muestran su poca fe en Jesús, con quien compartieron tres años de su vida.
Desde el principio de su pontificado, el Papa Francisco nos ha invitado a ser una "Iglesia en salida": una Iglesia capaz de dar testimonio, incluso con sus miedos y dudas.
Lo inesperado
El miedo de los discípulos muestra que no entendieron que lo que sucedió era parte del plan de salvación de Dios. Sin embargo, Jesús "entra" por esas puertas, rompe el miedo con su amor, llega con su paz a los que son prisioneros de sus temores. No reprocha ni pide explicaciones. De todos modos, ya lo sabe todo. Lo que hace es mostrarles sus manos y su costado. El Resucitado se presenta a los discípulos con los signos de la Pasión y de la Cruz, indicando que ha vencido a la muerte.
El envío
Hay otro pasaje que merece ser destacado. Después de haberse mostrado, Jesús envía a los discípulos. Esos mismos discípulos asustados, encerrados tras las puertas de su aparente seguridad, son ahora enviados a dar testimonio de lo que han visto y tocado. Porque el miedo, la sospecha y el temor se superan yendo hacia los demás, acercándose a ellos. Y en el centro de este testimonio está la Misericordia: esta es la experiencia que los discípulos acaban de vivir con Jesús, y es esta experiencia la que ahora están llamados a narrar a los demás, fortalecidos por el don del Espíritu.
Oración
Ven Santo Espíritu
Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas,
infunde calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno. Amén.