Es Beato el padre Emilio Moscoso, mártir de la Eucaristía
Roberta Barbi – Ciudad del Vaticano
A menudo, al enfrentarse a grandes figuras como las de los mártires, se empieza, por así decirlo, desde el final: se cuenta, es decir, el asesinato en odio de la fe que los proyectaba en la cima de la subida hacia la santidad. Pero para comprender mejor el sacrificio extremo de sangre que hicieron, hay que partir de un principio, de donde maduró y creció su fe, de la familia y de la vocación que es precisamente, para todos nosotros los cristianos, la de ser santos. Emilio Moscoso, por ejemplo, nació en el seno de una familia muy religiosa y muy numerosa: eran 9 hijos y además de él cuatro hermanas seguirán la llamada del Señor y se consagrarán como religiosas.
La llamada a la vida religiosa es llamada a la vida
Emilio tiene una gran devoción a la Virgen María, a quien reza el Rosario, y a Jesús que adora diariamente en el Santísimo Sacramento, pero igualmente al principio, en vez de seguir su vocación, estudia derecho en la universidad. Ingresó en la Compañía de Jesús en Cuenca, hizo su primera profesión de fe a los veinte años, estudió en Francia y finalmente se hizo sacerdote a los 30. Fue enviado a Perú, luego incluso a España para volver, finalmente, a su país natal: a partir de 1889 estuvo en el colegio de San Felipe de Riobamba, primero como profesor y luego como rector.
Un sacerdote tímido pero ejemplar
Extremadamente tímido, incluso esquivo, alérgico a las posiciones de poder de las que intenta constantemente, pero en vano, de escapar, el Padre Emilio es un ejemplo para los jóvenes de quienes se ocupa y a quienes enseña a amar a Jesús en la Eucaristía. En su momento, sin embargo, esta figura de sacerdote culto y retraído, siempre tranquilo y sereno, mostrará una fuerza inusual y una alegría desbordante con la que apoyará espiritual y moralmente a sus hermanos en la hora más difícil. Estos dones vienen directamente de Dios, como explica el Cardenal Becciu: "Es un don que todos los discípulos experimentan. La primera fue María, que cantó el Magnificat y se sintió alegre ante la misión que Dios le había encomendado. Y así también todos los demás discípulos saben que Jesús no nos abandona, saben que Jesús está con nosotros hasta el fin del mundo.
Para los mártires, sin embargo, que no vacilan o retroceden ni siquiera ante la llamada extrema, es una fuerza que es más que humana, viene de Dios, como subraya el cardenal: "Como dijo San Pablo a los Filipenses: Todo lo puedo en Aquel que me da la fuerza. No es tanto la fuerza humana, sino la gracia de Jesús la que da el valor para afrontar estos terribles momentos".
La revolución en Ecuador: "poner fin a la teocracia"
Estamos en 1895. El orden constitucional en Ecuador se rompe y comienza una revolución que tiene entre sus objetivos declarados "poner fin a la teocracia": es entre los sacerdotes, entre los cristianos, que el enemigo acecha. Todo sucede muy rápidamente: obispos son arrestados, iglesias bajo control, religiosos encarcelados y laicos atacados por la única razón de ser cristianos practicantes. Los jesuitas son perseguidos de una manera particular, porque con las numerosas escuelas que dirigen son considerados protagonistas de la resistencia conservadora: contra ellos, como veremos en los detalles del martirio del Padre Moscoso, se ensañan con una crueldad particular, que difícilmente se puede creer que esté contenida en el corazón de un hombre.
Nos lo dice también el Prefecto: “La Palabra de Dios también nos ayuda aquí: no devuelvan a nadie mal por mal. Procuren hacer el bien delante de todos los hombres. En cuanto dependa de ustedes, traten de vivir en paz con todos. Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer. No te dejes vencer por el mal. Por el contrario, vence al mal, haciendo el bien. San Pablo lo escribía a los Romanos”.
"¡Maten a todos los sacerdotes!" Es el martirio
El 2 de mayo de 1897, en el Colegio de San Filipino Neri, casa de los jesuitas en Riobamba, vive en una comunidad de diez sacerdotes, cinco hermanos y dos estudiantes. Los milicianos atacaron sin piedad: los arrestaron a todos y los encerraron en el establo. El Padre Moscoso estaba fuera esa noche, así que tenía la oportunidad de huir, pero no pudo abandonar a sus hermanos, así que regresó a casa. Dos días después, el 4 de mayo, los revolucionarios le dieron la orden más odiosa: matar a todos. El P. Moscoso es sorprendido en su habitación, mientras ejerce sus mayores devociones: reza el Rosario y adora al Santísimo Sacramento y es precisamente entre los brazos de la Virgen y de Jesús en la Eucaristía que cae bajo los golpes de fusiles. Pero su muerte no fue suficiente para la furia ciega, para el odio de los atacantes: tratan de escenificar una pelea, de mancharlo con la última infamia de la complicidad poniendo el fusil en su mano, luego masacraron el cuerpo y lo expusieron públicamente. Al mismo tiempo, la iglesia es profanada, todo es destruido o incendiado. Pero es precisamente de esta destrucción y de esta sangre que la enseñanza del Padre Moscoso, como la de todos los mártires, toma fuerza:
“El nuevo Beato ofrece a la sociedad de hoy un mensaje significativo de fe – concluye el cardenal Becciu - coherente hasta el final y desde la extrema actualidad del amor de Cristo que primero nos amó, hasta dar su vida por nosotros y nos pide que lo sigamos por el mismo camino”. Un camino que es el de la santidad compartida, para todos y con todos.
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