“Puso su casa entre nosotros”. No hay lugar para el miedo
Pedro Reyes S.J.
El mundo se encuentra paralizado por la pandemia del COVID-19 y, casi inmediatamente, un conjunto de voces se ha levantado para proponer interpretaciones sobre el fenómeno como un castigo de Dios, a quien habría que satisfacer con actos de desagravio, ayunos y oraciones que le convenzan de nuestro arrepentimiento y de nuestra futura obediencia. Estas expresiones, aunque hacen frecuente uso de lenguajes y símbolos cristianos, y aun cuando son propuestas a veces por representantes religiosos o políticos que apelan a la identidad cristiana de las personas, están muy lejos de lo que nuestra experiencia cristiana ha descubierto de Dios y lo que nos propone como auténtico encuentro con el Señor. La intención de este artículo es presentar la encarnación, hecho fundamental de nuestra fe, como clave de interpretación teológica de lo que estamos viviendo, que, lejos de cualquier imaginario de castigo, nos propone una conversión de la mirada y de la vida que pueda atender mejor los dolores y sufrimientos que ha desatado y ha dejado ver la pandemia actual.
La novedad de la experiencia cristiana
“Puso su casa entre nosotros” (Jn 1, 14). Esta frase del Prólogo del Evangelio de Juan propone una revolución en los imaginarios religiosos antiguos y marca la novedad de la experiencia que los primeros cristianos encontraron en Jesús. Sin embargo, los tiempos en que nos sentimos rebasados por alguna situación cósmica, como ahora este tiempo donde un pequeño virus ha puesto de cabeza nuestros múltiples sistemas de seguridad y nos ha enfrentado a nuestra radical vulnerabilidad, no es raro que vuelven a aparecer los mismos imaginarios, que se suponían ya descalificados como verdadera religión por el reconocimiento de la encarnación de Dios con nosotros, y que se suponga expresión cristiana lo que en realidad son visiones de Dios heredadas de lógicas jerárquicas propias de otros sistemas religiosos.
El dios castigador
La idea del “castigo” y de la necesaria satisfacción, que nos asegure el beneplácito de la divinidad, que ahora se escucha en el mundo cuando se convoca a jornadas de oración y ayuno, o se piden desagravios, o se busca la causa de la pandemia en las malas conductas de los seres humanos respecto de Dios, tiene estas mismas características jerárquicas. Se supone a una divinidad lejana, que observa y juzga el mundo desde su altura imponente; ha dejado pasar ciertamente muchas cosas, las ha permitido para ver si nos dábamos cuenta por nosotros mismos y reconsiderábamos el camino, pero, como no ha sido así, ha perdido ahora la paciencia (o ha pensado que, pedagógicamente, es ya el tiempo de una buena lección) y nos está dando un escarmiento, usando a uno de sus instrumentos para ello: en este caso, el coronavirus. Y es que obviamente, si lo que nos sucede nos resulta incontrolable y rebasa nuestras apreciadas técnicas de aseguramiento de nuestras vidas, tiene que ser el resultado de una autoridad que nos supera y a la que estamos sometidos: es decir, la autoridad de Dios. El ropaje puede ser religioso, y los signos que se usen en el mismo pueden ser incluso cristianos, pero la experiencia que evoca y que pretende sostener la comunicación con la divinidad, está muy lejana de lo fundamental de nuestra fe.
El dato fundamental de nuestra fe, el que expresan esas palabras del Prólogo de Juan, es la encarnación de Dios en Jesús de Nazaret. En este hombre de la Palestina del siglo I, tierra en que no eran ciertamente extrañas las epidemias, pestes, estragos por fuerzas metereológicas, etc., como nos dejan constancia los Evangelios, se hizo presente Dios con nosotros y los que lo siguieron y nos lo comunicaron, reconocieron en Él la manifestación plena y definitiva de Dios. No era ya el imaginario religioso el que permitía identificar a Dios y desde ahí a Jesús como un enviado, sino que era precisamente Jesús quien se convertía en el criterio para pensar a Dios, para conocerlo, para comunicarse con Él y, sobre todo, para amarlo. Solo este dato, tendría que ponernos ya en alerta de cuestionar la lejanía de Dios y la comprensión del mismo en una lógica jerárquica, como el responsable de todo aquello que no podemos controlar. Si Jesús es Dios con nosotros, si ha asumido una carne como la nuestra, vulnerable como la de todos nosotros a este tipo de situaciones propias de nuestro mundo y la complejísima estructura que es la vida, entonces no hay tal jerarquía, no hay tal lógica, ni es ésa la relación verdadera que podemos establecer con nuestro Dios.
Formamos parte del mismo mundo
La aparición del coronavirus, como los fenómenos naturales mencionados antes, por los que han muerto millones de personas, es otro más de los signos de los delicadísimos equilibrios que constituyen nuestra vida y el mundo en que habitamos. El intrincadísimo juego de proteínas, enzimas, recombinaciones, que ha formado nuestros organismos y todos los procesos que nos permiten vivir, es el mismo que ha formado a este pequeñísimo sistema, de apenas unos cuantos elementos, que utiliza las mucosas respiratorias como su lugar de replicación y de albergue temporal. Ambos formamos parte del mismo mundo, asumido en la encarnación por Jesús como su casa; un mundo que es casa de todos, donde no todo está diseñado para el privilegio de una sola especie, y donde Dios mismo ha querido encarnarse.
Por eso no podemos pensar al coronavirus como algo excepcional, que merezca algún tipo de intervención sobrenatural para su aparición o para su desaparición. Su formación ha respondido a procesos naturales y nuestra capacidad de convivir con él, aislando hasta donde nos sea posible las consecuencias peligrosas para nosotros de su aparición, será también el fruto de nuestra capacidad de escuchar, aprender y colaborar en esos mismos procesos naturales. Forma parte del mismo mundo creado por Dios y que Jesús asumió en su encarnación, pero, por lo mismo, pide también la misma respuesta que Jesús buscó dar en su carne vulnerable como la nuestra: mirar al camino, descubrir al hermano o la hermana en su necesidad, sentir sus dolores y sus esperanzas y confiar en que la comunión con el Padre, a quien reconocía como la raíz de su propio amor, podía levantar, revitalizar y animar también a quien así encontraba en el camino, y actuar en seguimiento del Padre; como dice el Evangelio de Juan: “El Hijo no hace nada que no vea hacer al Padre” (Jn 5, 19).
Si quitamos el “castigo” como explicación…
Tal vez sea esto lo que sí nos está denunciando esta pandemia que ahora vivimos. Si quitamos el “castigo” como explicación y la satisfacción por el mismo como el remedio, tal vez sí podamos escuchar lo que el Espíritu de Dios puede estarnos pidiendo hoy, como tantas veces antes, y a lo que no hicimos caso: seguimiento de Dios, seguimiento de ese Dios con nosotros que es Jesús, seguimiento para aprender a mirar con él, descubrir con él, sentir con él, confiar con él, y actuar con él. La teología, como discurso que intenta animar a conocer al Dios que Jesús nos reveló, encuentra ahí una tarea definitiva: todo el esfuerzo de la racionalidad teológica ha de empeñarse en enseñarnos a mirar y a sentir con Jesús, para que desde esa conversión de la mirada y el sentir, desde esa metanoia, podamos dar mejores respuestas como Iglesia a la crisis que actualmente vivimos como humanidad.
Ante una crisis sociosanitaria
También en el caso del coronavirus podemos hablar de una crisis no meramente sanitaria, sino sociosanitaria, como se ha dicho también de la crisis socioambiental. No es indiferente a esta pandemia lo que hemos dejado de mirar y atender por mantener un exacerbado afán de control, de aseguramiento y de ganancia. Los destinos de partidas presupuestales, que han debilitado la estructura de nuestras sociedades, limitando las posibilidades de los sistemas de salud, de sus camas de atención crítica, de atención y dotación de seguridad alimentaria y de cuidado de enfermedades crónicas para el conjunto amplio de la población, del fomento del ingreso digno y del ahorro para las familias así como de esquemas de desarrollo empresarial que fomenten la equidad económica y social, de la capacitación del personal de salud, de trabajadores y trabajadoras para mantener ambientes sanos de trabajo y de convivencia familiar que eviten el hacinamiento y la violencia, y un larguísimo etcétera, no son indiferentes a lo que esta pandemia ha podido significar de muerte, empobrecimiento y debilitamiento en nuestras poblaciones. No es el coronavirus el único que ha tocado estas debilidades, sino que precisamente porque ellas ya estaban su aparición ha traído al mundo esta tragedia mayor.
La crisis es sociosanitaria y por eso pide algo más que medidas sanitarias de mitigación, ahora de carácter urgente. Nos pide aprendizaje y nos pide conversión de la mirada y del corazón. Al dejar de cuidar esos espacios débiles y vulnerables de nuestras sociedades, habitados por millones de personas a quienes el coronavirus encuentra en un estado mayor de indefensión como para desestructurar no solo su sistema respiratorio (también debilitado por las condiciones de vida), sino sus pilares más básicos de su existencia familiar y comunitaria, hemos perdido oportunidades que podrían haber hecho de esta pandemia algo mucho más manejable. Todas las noches, en prácticamente todos los países del mundo, se lamenta la falta de ventiladores, la falta de personal médico, la falta de camas con equipo especializado, de equipos de protección, muchos de ellos perdidos por la falta de mantenimiento, y se movilizan recursos para tratar de resarcir las carencias con urgencia. Eso trae nuevas dinámicas de competencia, de aumento de precios, donde nuevamente son las economías más fuertes las que pueden pujar más para obtener lo que se requiere, tanto a nivel de naciones como a nivel de personas y grupos sociales dentro de las naciones.
Pero, ¿por qué hasta ahora? ¿por qué no hubo una movilización de recursos semejantes para dotar de este tipo de instrumentos a las zonas del mundo que constantemente sufren las epidemias de influenza o de enfermedades que, en otros lugares, se piensan un riesgo menor? ¿por qué no se formaron brigadas móviles humanitarias que pudieran atender las emergencias que, década tras década, se han generado en diversas regiones de África, Asia y América Latina o entre la población más vulnerable, migrantes y personas que viven en la calle y la indigencia, aun en los países económicamente más potentes? ¿por qué no se dotaron a los hospitales públicos de instalaciones, suficiente personal y recursos como para atender a la población general de los países, en vez de privilegiar sistemas de seguridad cada vez más elitistas? ¿Cómo es posible que en países como los nuestros, donde prácticamente todos los rincones del mundo pueden recibir mercancías transnacionales, no sea posible que haya clínicas equipadas para la población y que todavía haya personas y comunidades que tengan que recorrer varias horas o incluso días para llegar a recibir atención médica de enfermedades crónicas como la insuficiencia renal, la diabetes o enfermedades respiratorias? ¿Cómo sería ahora la atención a la pandemia si hubiéramos mirado hacia allá, hacia estas poblaciones, hacia estos espacios? ¿No nos habría encontrado el coronavirus mejor equipados para responder a nuestra vulnerabilidad?
Tal parece que la encarnación de Jesús representa este tipo de mirada que ahora nos parece ha faltado tanto. Ni la teología ni la devoción popular han olvidado el modo concretísimo en que esa encarnación es recordada y comunicada por los seguidores de Jesús: nacimiento sin una casa, de camino, ante un decreto injusto, en una villa prácticamente desconocida, sin privilegio alguno y más bien entre los más empobrecidos y olvidados de su sociedad. Y, después, vida de un trabajador manual, sin especialización, amigo de pescadores, prostitutas y pecadores, lejano a los centros de poder y a los grupos que dirigían los destinos de su nación, curandero de camino, saliendo al encuentro de leprosos, cojos y enfermos despreciados y expulsados de sus comunidades… Más todavía, expulsado Él mismo y condenado a muerte en un juicio de testigos falsos; entregado con engaños a una autoridad extranjera y crucificado, según la muerte que correspondía a sediciosos y esclavos. El lugar de su encarnación, es decir de su vida y acción concreta, colocan sus ojos, sus sentidos, sus sentimientos y su voluntad precisamente en esos lugares donde nuestras vulnerabilidades salen más a la luz y causan más frecuentemente dolores en el corazón y contagios en la piel. ¿Jesús se enfermó de alguna de las enfermedades de su tiempo? ¿Sufrió por la insalubridad, pasó por los peligros de la muerte en alguno de esos momentos? Seguramente podríamos decir que sí. Como todos los que convivían en esos mismos espacios vulnerables, en que se encontraba Él. Finalmente, sucumbió a una de esas violencias, no de las enfermedades, sino de las que nos infligimos los humanos unos a otros, pero que no están desconectadas tampoco de la posición social que se ocupa y de las posibilidades que se tienen para asegurarse en esas vulnerabilidades, como nos enseña el ejemplo de Pablo que alega su ciudadanía romana para liberarse del estilo de muerte que esperaría a quien no tuviera esa condición.
El lugar de encuentro con el Padre y con Jesús
Inclusive en la misma resurrección de Jesús, no olvidan las comunidades que lo siguen ese lugar fundamental. No podemos olvidar que la experiencia mística básica que nos transmiten esas comunidades, es decir, su experiencia de encuentro con la divinidad, con el Dios con nosotros, no está referida a ningún evento extático privado (frecuentemente criticados por Pablo) y, ni siquiera, a un evento cultual, sino al encuentro concreto con el que tiene hambre, el que tiene sed, el que está enfermo, el preso, el desnudo… “Conmigo lo hiciste”, escuchan del Resucitado, y encuentran ahí la intimidad más profunda de su presencia en la tierra; el modo en que sigue estando aquí, entre nosotros, el Dios con nosotros. La misma eucaristía, como nos recuerda Pablo, es solo memoria del Señor, cuando abre verdaderamente los corazones a la comunión con los hermanos, con los pobres, a quienes no se puede dejar sin comer y abandonados después de la Cena del Señor. En su vida, en su muerte y en su resurrección, Jesús sigue siendo el mismo, y el lugar al que nos propone mirar, el lugar del encuentro con Él y con el Padre que lo sostiene con su amor es el mismo: el lugar del empobrecido, del que más está confinado en los espacios donde más duele y lastima nuestra vulnerabilidad.
Tiempo de conversión, de aprendizaje y corrección
Por eso este tiempo sí puede ser un tiempo de conversión, aunque no podemos leerlo como un tiempo de castigo divino. Sí un tiempo de aprendizaje y de corrección, no por una especie de pedagogía del gran Maestro, sino porque nos encontramos necesitados de aprender a mirar al lugar que nos conviene mirar, para cuidar en cada persona la dignidad de pertenecer a una misma humanidad, a una misma comunidad, a una misma creación. Y Jesús puede ayudarnos a mirar hacia allá, porque ha mirado Él hacia allá. No se trata de evitar a toda costa la muerte, ni de administrarla seleccionando poblaciones que necesariamente tendrán que sucumbir para que otras puedan darse el privilegio de la pervivencia. Jesús murió y su pervivencia solamente resulta del amor del Padre que lo levantó de la muerte y eso podemos esperarlo de toda persona, por la gratuidad de ese mismo amor. Por el contrario, se trata de vivir mirando a donde Él está, al Dios con nosotros, al que ha querido vivir esta crisis y todas las demás desde nuestro lugar, desde el lugar de nuestra vulnerabilidad, porque ha creído que podíamos juntos aprender a vivirlo de mejor manera para todas las personas, y que podía Él también acogerse a esa generosa creatividad.
Dios trabaja entre nosotros y que nos pide que construyamos con Él
Nació y vivió entre quienes sufrían esa vulnerabilidad, y descubrió en aquellas personas a quienes le admiraban por su desprendimiento, su esperanza y su generosidad. De ellas se dejó tocar y descubrió la sabiduría de su fe cuando ponían todo cuidado en bajar a un paralítico para acercarlo a quien podía darle palabras de curación, cuando pedían insistentemente por quienes ya no tenían esperanza, cuando recorrían largos caminos para compartirle su necesidad y su confianza… Su admiración nos dejó también un camino para estos tiempos de pandemia: ahí están quienes habitan esta vulnerabilidad, ahí, detrás de los números de cada noche, cada una de esas historias, que solo a veces se filtran en algún noticiero, nos van dando lecciones de cómo ser humanos, cómo ser hermanos, es decir, cómo encontrarnos con la vida del Dios con nosotros, que resucitado nos está resucitando. Ahí quedan los esfuerzos por hacer amable el último momento, consiguiendo dispositivos para que pueda haber una despedida; ahí están las decisiones de dejar el respirador, para dar oportunidad a alguien más; ahí quedan las tardes de animar a los vecinos, de juntar despensas para quienes han perdido el trabajo o para quienes las condiciones de vida ya eran muy duras de antemano; ahí los esfuerzos por sonreír en medio de una pesadísima jornada de trabajo; los trabajos para que no se pierdan las ilusiones y los esfuerzos de estudiantes, madres y padres, que han laborado muchos años para dar oportunidades a sus hijas e hijos; los largos caminos de los migrantes buscando dar a sus familias un mejor futuro; la honestidad de todos los días que procura equidad, justicia y paz. También aquí hay un largo etcétera. Y detrás de cada uno de estos gestos, de estos signos, no hay solo un esfuerzo que se sumerge en la impotencia, sino que está el Resucitado recordándonos que es ahí a donde teníamos y tenemos todavía que mirar: acompañar al que hoy siente la dureza en nuestra vulnerabilidad, tratar de hacerle el mundo y la convivencia amable, para que no olvidemos que en eso está lo más importante de nuestra búsqueda, el signo de la vida que queremos y pedimos que Dios construya con nosotros, el signo de la vida que Él trabaja aquí entre nosotros y que nos pide que construyamos con Él.
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