Distancia. La pandemia en la vida de un sacerdote chileno
Manuel Cubías – Ciudad del Vaticano
Para Chile, la pandemia del Covid-19 significa, en un primer acercamiento, 413 mil personas contagiadas y más de 11 mil fallecidos hasta el 1 de septiembre. Sin embargo, los efectos no se agotan en estos datos. La dureza con que la vida trata a millones de personas es retratada en estas vivencias: “Me duele saber de esa estrechez, la de la casa y la del bolsillo”. A continuación el testimonio.
Estos meses de pandemia me han mostrado muchas cosas que creía necesarias y que, sin embargo, no lo son. Es el caso del requisito de la presencia para muchas actividades cotidianas, como el trabajo, las compras o trámites en servicios públicos. La verdad es que la tecnología nos permite saltarnos la presencia. Pero, por otra parte, la pandemia me ha enseñado otros ámbitos de mi vida donde la presencia sí que es necesaria. Por ejemplo, aunque ayuden las tecnologías de videoconferencia, requiero estar al lado de mis amigos para realmente encontrarme con ellos, esos momentos donde se dan conversaciones paralelas y nos reímos juntos escuchándonos a la vez.
Esos momentos donde el cuerpo habla y no es sólo lo que nos vamos transmitiendo siguiendo un orden dirigido por un moderador. He descubierto que no me bastan solo los ojos para entablar una relación, que necesito el rostro, las muecas de la boca, las expresiones de las arrugas, que hacen que tenga al frente no sólo una mirada, sino un rostro. Lo necesito.
Estos meses de confinamiento me han hecho valorar los abrazos que antes dábamos con naturalidad. Tomar las manos, acariciar… estoy viviendo esta pandemia con nostalgia de esos encuentros más íntimos, donde podíamos susurrarnos al oído con complicidad.
Este tiempo también ha significado bajarme del ritmo frenético de vida que llevaba en mi ciudad. De un lado para otro, de una reunión en otra, de un sacramento al otro, siempre con el tiempo en contra. Ganar todo ese tiempo que ocupaba desplazándome, ha sido un regalo, bien aprovechado, además, en tiempos de intimidad con el Señor, en lectura de textos sabrosos, o en alguna llamada gratuita a personas queridas. La distancia al trabajo ya no existe y el tiempo se aprovecha también.
He aprovechado de disminuir la distancia con personas que hace tiempo quería hablar, saber cómo estaban. He podido hacerlo mucho más y eso me pone contento. No es lo mismo que antes, pero ha sido bueno al menos saber cómo estamos, acompañarnos en algo.
Pero hay familias y grupos con los que claramente me he distanciado. Las familias más pobres de la ciudad, con quienes podía compartir frecuente y fácilmente yéndolos a visitar, se me han alejado. La tecnología no nos ha permitido conservar la sintonía. Me duele, porque sé que han sido afectados en la economía de sus casas, han perdido trabajos, ingresos, sus pequeños cuartos se han hecho insoportables. Me duele saber de esa estrechez, la de la casa y la del bolsillo. Esa distancia es para mí la más dura y la más difícil de salvar en un doble sentido. Es más difícil de superar porque la tecnología no les llega a todos por igual. Y también es más difícil de liberar a las personas de su amenaza. Esa ha sido una lucha estos meses, que no se me enfríe el corazón ni llegue a mirar la desgracia ajena como en un laboratorio.
Conservo la esperanza. Espero que estos meses bajo la tierra, meses de “vida oculta”, hayan ido desarrollando en mí alguna capacidad, hayan forjado el espíritu, hayan fortalecido la vocación y hayan desarrollado profundidad. Espero tomar buen impulso para que, el día en que podamos salir, la vida de verdad explote en fecundidad.
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