Cardenal Arizmendi: ¿Un año perdido?
Ciudad del Vaticano
Por el Cardenal Felipe Arizmendi Esquivel,
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Por la pandemia COVID-19, cientos de miles de personas han fallecido en todo el mundo. En nuestra patria, más de un millón se han contagiado, de los cuales casi ciento veinticinco mil han muerto. Esto según cifras oficiales; en realidad, son muchísimos más, de los que no se lleva información oficial. Ya fallecieron 4 obispos, 128 sacerdotes, 8 diáconos, 5 religiosas y muchos catequistas. ¿Los hemos perdido? Depende del criterio que tengamos. Si tenemos fe en Dios y en la resurrección de los muertos, esperamos que tengan una vida eterna plenamente feliz. Esto por obra y gracia de Jesucristo Redentor.
Millones han quedado desempleados. Miles han pasado al trabajo informal, como vendedores ambulantes, o empleados en cualquier oficio, con tal de que su familia no carezca de lo necesario. Otros se han dedicado a la delincuencia común; se han hecho, por ejemplo, asaltantes ocasionales, tomadores de casetas de cobro en las autopistas, como un modus vivendi. ¿Es un año perdido? Depende. Que se han perdido empleos, ni duda cabe. Pero muchos han usado su creatividad para emplearse de otras formas, quizá menos redituables, pero igualmente nobles; no se hacen ricos, pero sobreviven dignamente.
No hemos podido celebrar las fiestas navideñas, los onomásticos y cumpleaños de familiares y amigos, como lo hacíamos antes. ¿Todo está perdido? Depende. Si hemos encontrado otras formas de relacionarnos, de felicitarnos, de estar cerca, tanto por los medios electrónicos, como por otras maneras de expresar nuestro amor y nuestra amistad, no se han roto estos vínculos que nos dan vida; se han fortalecido en la adversidad.
Durante meses, han estado cerrados los templos para la presencia física de los fieles, o con muchas limitaciones según el aforo de cada lugar. Se han suspendido las fiestas patronales de nuestros pueblos y ciudades. ¿Se ha perdido la fe? Depende. Para algunos, ha sido pretexto para no acercarse a Dios. Para la mayoría, los medios electrónicos los han acercado a la Misa y a las demás celebraciones, como adoración al Santísimo Sacramento, Rosarios, Vigilias, Peregrinaciones, etc., incluso más que antes. Por estos medios, son más las personas que participan, que en los días sin pandemia.
La pastoral de muchas parroquias y diócesis se paralizó. Se pospusieron varios sacramentos. ¿Se perdió la vida de la Iglesia? Nada de eso. Respetamos las restricciones sanitarias, pero no nos hemos quedado sin saber qué hacer. Se encontraron muchas otras formas de estar cerca del pueblo, de los enfermos, y sobre todo de los contagiados y de los pobres. Hemos aprendido a usar otros medios de trabajo y de servicio. Se incrementó la ayuda a los necesitados. Se renovó la pastoral y los fieles no se han sentido desamparados.
Pensar
San Pedro dice: “El Dios de toda gracia que en Cristo Jesús los llamó a su gloria eterna, él mismo, después de un corto sufrimiento, los restablecerá, afianzará, fortalecerá y consolidará. ¡A él sea el poder para siempre! ¡Amén!” (1 Pe 5,10-11).
El Papa Francisco, en su homilía de la pasada noche de Navidad, nos dijo: “El nacimiento de Jesús es la novedad que cada año nos permite nacer interiormente de nuevo y encontrar en Él la fuerza para afrontar cada prueba… Dios viene al mundo como hijo para hacernos hijos de Dios. ¡Qué regalo tan maravilloso! ¿Tienes la sensación de no salir del túnel de la prueba? Dios te dice: ‘Ten valor, yo estoy contigo’. No te lo dice con palabras, sino haciéndose hijo como tú y por ti, para recordarte cuál es el punto de partida para que empieces de nuevo: reconocerte como hijo de Dios, como hija de Dios. Este es el punto de partido de cualquier renacer. Este es el corazón indestructible de nuestra esperanza, el núcleo candente que sostiene la existencia: más allá de nuestras cualidades y de nuestros defectos, más fuerte que las heridas y los fracasos del pasado, que los miedos y la preocupación por el futuro, se encuentra esta verdad: somos hijos amados. Y el amor de Dios por nosotros no depende y no dependerá nunca de nosotros: es amor gratuito, pura gracia”.
En su Mensaje Urbi et Orbi de este 25 de diciembre, expresó: “En Navidad celebramos la luz de Cristo que viene al mundo y Él viene para todos, no sólo para algunos… Que el Niño de Belén nos ayude, pues, a ser disponibles, generosos y solidarios, especialmente con las personas más frágiles, los enfermos y todos aquellos que en este momento se encuentran sin trabajo o en graves dificultades por las consecuencias económicas de la pandemia, así como con las mujeres que en estos meses de confinamiento han sufrido violencia doméstica. Ante un desafío que no conoce fronteras, no se pueden erigir barreras. Estamos todos en la misma barca. Cada persona es mi hermano. En cada persona veo reflejado el rostro de Dios y, en los que sufren, vislumbro al Señor que pide mi ayuda. Lo veo en el enfermo, en el pobre, en el desempleado, en el marginado, en el migrante y en el refugiado: todos hermanos y hermanas… Jesús nació en un establo, pero envuelto en el amor de la Virgen María y san José. Al nacer en la carne, el Hijo de Dios consagró el amor familiar. Mi pensamiento se dirige en este momento a las familias: a las que no pueden reunirse hoy, así como a las que se ven obligadas a quedarse en casa. Que la Navidad sea para todos una oportunidad para redescubrir la familia como cuna de vida y de fe; un lugar de amor que acoge, de diálogo, de perdón, de solidaridad fraterna y de alegría compartida, fuente de paz para toda la humanidad”.
Actuar
Que en nuestra familia de sangre y en la familia eclesial encontremos formas de estar cerca unos de otros y de los que más sufren, para que nadie se sienta desprotegido ante esta pandemia tan contagiosa. Con la fe en Dios y con la fuerza comunitaria, el año que termina, así como el que viene, no serán perdidos, sino redimensionados y redimidos.
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