Catalina Tekakwitha, el “lirio de los Mohawks”
Roberta Barbi – Vatican News
Una vida santa, una "dedicación ejemplar en la oración y el trabajo, y la capacidad de soportar muchas pruebas con paciencia y dulzura". Estas son las características distintivas de Santa Catalina Tekakwitha que recordó hoy el Santo Padre, atribuyéndolas a "ciertos rasgos nobles y virtuosos heredados de su comunidad y del entorno indígena en el que creció". En su saludo a la delegación de indígenas presentes en Quebec, el Papa citó tres figuras de mujeres que lo acompañaron en este viaje con el ejemplo de su "sí dado con valentía": Santa Ana, la Virgen María y Santa Catalina, a quien los misioneros jesuitas con los que creció en la fe habían apodado "el lirio de los Mohawks".
La infancia de "aquella que pone las cosas en orden”
Gah-Dah-Li Degh-Agh-Widtha, éste es su nombre indígena. Nació en Ossernon, cerca de la actual Auriesville, en Estados Unidos de América, en 1656. Su familia fue especial: su padre era un jefe iroqués mohawks que seguía la religión tradicional y su madre pertenecía a la comunidad algonquina, pero era de fe cristiana. Se quedó huérfana a los cuatro años por una epidemia de viruela que le dejó la cara desfigurada. Fue acogida en la cabaña de un tío en la aldea de Gandaouagué, donde recibió el nombre de Tekakwitha, que en lengua indígena significa "la que pone las cosas en orden". Aquí vivió dedicándose a los trabajos de la familia – demostrando ser especialmente hábil en el curtido de las pieles – y entró en contacto con unos misioneros jesuitas que le hablan de Dios y de su infinito amor por la humanidad.
El deseo de castidad
El tiempo pasaba y la niña crecía. Sus tíos comenzaban a pensar en a quién darla en matrimonio, pero ella no mostraba ningún interés por la vida matrimonial. Por el contrario, Tekakwitha se encontraba rezando cada vez más al Señor para preservar su castidad, consagrándose, por el momento en el secreto de su oración, a Él. Su asistencia a la capilla del pueblo, donde el misionero Pierron había pintado algunas escenas religiosas, la instruyó en el catecismo donde las palabras de una lengua desconocida no podían, y así comenzó a desear ser bautizada. Este deseo la enfrentó a sus familiares, quienes finalmente aceptaron con la condición de que la niña siguiera viviendo en la aldea. Así, el 16 de abril de 1676, en la solemnidad de la Pascua, Tekakwitha fue bautizada con el nombre de Catalina.
Un alma marcada por la gracia
A partir de ese día, Catalina cambió profundamente: empezó a asistir a la iglesia con asiduidad, se retiraba a menudo en oración y observaba el descanso dominical, prácticas todas ellas que su familia comenzó a desaprobar. Sus familiares comenzaron a tratarla mal, incluso a calumniarla. Cuando Catalina se dio cuenta de que el pueblo ya no era un lugar seguro para su fe y su virtud, pidió ayuda a los jesuitas, que la acogieron en la misión de Sault, en Caughnawaga, Quebec. Aquí, la joven se puso de buen grado a disposición de todos, especialmente de los niños, para los que siempre tuvo una caricia, mientras su unión con Dios se hacía cada vez más total. Finalmente, en la Navidad de 1677, recibió la Eucaristía por primera vez y, desde entonces, todos la describían como una criatura que parecía pertenecer más al cielo que a la tierra.
Devoción a María
Durante los años de su vida en la misión, Catalina confió cada vez más su persona y su pureza a la Virgen María, a la que rezaba a menudo y con transporte. Por eso no temió las calumnias de sus compañeros que la critican por el mero hecho de no estar casada, y siempre respondía con mansedumbre y serenidad, incluso a una mujer que la acusaba de ser la amante de su marido. Catalina miraba más allá, miraba al cielo. Su virtud era tan reconocida que el 25 de marzo de 1679, día de la Anunciación a María, se consagró pública y perpetuamente a Dios. Mientras tanto, las constantes privaciones y penitencias comenzaron a desgastar su cuerpo, aunque todavía era muy joven. Su estado empeoró hasta su muerte, que llegó – como ella misma predijo – el miércoles de Semana Santa, el 17 de abril de 1680, cuando sólo tenía 24 años.
Un ejemplo que sigue siendo actual hoy en día
La vida de Catalina impresionó tanto a su comunidad que su tumba pronto se convirtió en un lugar de peregrinación. Fue beatificada el 22 de junio de 1980 por Juan Pablo II, que también la eligió como icono de la Jornada Mundial de la Juventud de Toronto en el 2002. La ceremonia que la proclamó primera santa nativa de América del Norte fue celebrada por Benedicto XVI el 21 de octubre de 2012. En aquella ocasión, el postulador de la causa, el padre Paolo Molinari, calificó su canonización como "un reconocimiento a las tribus americanas y a su riqueza". "No sólo la persona sale así a la luz – dijo en una entrevista con el entonces Centro Televisivo Vaticano – sino todo lo que la persona representa: una cultura de la tradición, un modo de vivir en relación cordial, como hacen en las tribus”.
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