Una pequeña casa para una gran causa
Alicia Lopes Araújo
Cientos de familias asistidas cada día, 250 mil comidas calientes servidas en 2022, 2.500 metros cuadrados para sostener de forma continuada a más de mil personas y miles de existencias transformadas: estos son los números que hablan de un “lugar del corazón” en Brasil, donde se alberga y siente viva el alma de quien vive en Vila Maria da Conceição en las periferias de Porto Alegre (capital del Estado del Rio Grande do Sul). En esta periferia, marcada por una situación de extrema vulnerabilidad, donde faltan los servicios más básicos y tanto la desintegración familiar como la violencia comunitaria prevalecen, las Misioneras de Jesús Crucificado (Irmãs Missionárias de Jesus Crucificado - Mjc) son una presencia de esperanza y de fraternidad con la Pequena casa da criança (Pequeña casa de los niños), que trabaja desde hace sesenta y seis años por una “gran” causa. El instituto de hecho no es simplemente una casa para niños; aquí encuentran cálida acogida, cobijo de las tempestades de la vida y espacio para los sueños – como únicamente una casa sabe donar – también jóvenes, ancianos y familias completas. Por otro lado, como decía hace dos mil años Plinio el Viejo, “la casa está donde se encuentra el corazón”.
«Pequena casa da criança está comprometida en el ámbito educativo y de la formación profesional, teniendo como objetivo la promoción del desarrollo integral de la persona humana, en todas sus dimensiones – física, cognitiva, emocional, social y espiritual – con el fin de generar un impacto socio-económico en el contexto en el que trabaja, actuando a través de los valores cristianos», explica en la entrevista a nuestro periódico sor Pierina Lorenzoni, presidenta del instituto. «De las 479 familias asistidas en 2022 el 25 por ciento tenía una renta familiar inferior al salario mínimo. Cerca del 70 por ciento de los núcleos familiar son monoparentales y el 40 por ciento de los cabezas de familia no ha completado ni siquiera la formación básica: el 86 por ciento son mujeres, mientras que el 70 por ciento son de raza negra o pardos (mestizos). Además, más de la mitad de las casas son estrechas e insalubres, ya que no disponen de instalaciones de agua ni aguas residuales en la norma». Este escenario representa un obstáculo a la garantía de los derechos sociales de esta población, entre los cuales el de la educación, motivando así con fuerza la continuidad del trabajo llevado adelante por el instituto, que hoy, con diferentes programas, sostiene de forma continuada a 937 personas, entre niños, adolescentes, jóvenes y ancianos: escuela infantil y primaria, donde son atendidos 419 niños; servicio de convivencia y reforzamiento de los vínculos, talleres extraescolares destinados a 164 asistidos de los 6 a los 17 años; acción de calle, centrada en el cuidado de los 252 niños con historia de trabajo infantil a sus hombros así como adultos indigentes o sin techo; el proyecto “joven aprendiz”, que favorece la inclusión en el mercado del trabajo de más de 50 adolescentes; grupos de ancianos; servicio psicológico y social para la comunidad. Las religiosas además están particularmente atentas a la promoción del acceso a la cultura y a la condición de las mujeres de las periferias.
Pero la semilla que ha generado estos frutos viene de lejos, explicar sor Lorenzoni. «Era 1919, cuando, en Campinas (Estado de San Pablo), por iniciativa de la joven Maria Villac, se formó un grupo de mujeres de diferentes clases sociales, generacionales y étnicas, que comenzó a reunirse, para meditar sobre el Vía Crucis y realizar prácticas de piedad. Esto, en aquella época, significaba recorrer las periferias de la ciudad, para ir a las casas de los pobres, en las fábricas, encontrando a los obreros, y en las cárceles». A lo largo de los años, gracias a una intensa vida apostólica y espiritual, el grupo creció de forma significativa hasta dar vida a la Asociación de las Misioneras de Jesús Crucificado, cuya misión era visitar las familias desfavorecidas y organizar centros de catequesis, en un contexto marcado por la desigualdad social, causada también por la aceleración del proceso de industrialización en las ciudades de San Paolo y Campinas. Confiando en la fuerza evangelizadora del grupo y para garantizar continuidad a esta experiencia cristiana, monseñor Francisco de Campos Barreto, el entonces obispo de Campinas, propuso transformar la asociación en una congregación religiosa «con un pie en el mundo y el otro en el convento».
En 1928 nació así la congregación de las Mjc, con el carisma «¡ir a la búsqueda de los más necesitados!». Una de las religiosas que ha marcado la historia de la congregación fue Nely Capuzzo. Nacida en Goiás, fue designada para desempeñar su misión en la ciudad de Porto Alegre, empezando a trabajar con las familias y los niños pobres que vivían cerca del puerto de la ciudad. Sin embargo, después de un aluvión que golpeó la zona, las familias tuvieron que buscar otro lugar donde vivir, estableciéndose precisamente en Vila Maria da Conceição, conocida también como Morro da Maria Degolada. «Fue precisamente en esta localidad, distante del centro y privada de estructuras sanitarias, educativas y de asistencia, que la religiosa llevó adelante su obra, fundado en 1956 la Pequena casa da criança, un lugar de protección y promoción de la vida. La primera sede del instituto era entonces una pequeña cabaña de madera, lo que explica el nombre de la obra. “Casa” para nosotros significa lugar de acogida, de encuentro, pero también de celebración y catequesis, es decir un espacio donde la comunidad pudiera encontrarse. Y todavía hoy el instituto sigue siendo “la casa de Dios”, que existe para hacer el bien a todos, sin distinciones», subraya sor Lorenzoni.
La historia de la Pequeña casa se cruza así con la de la comunidad, atenta a sus necesidades específicas. El instituto ha cedido, por ejemplo, parte de su edificio para crear un ambulatorio que garantice el derecho a la salud. «Los servicios ofrecidos son complejos y multidimensionales, precisamente porque tiene en cuenta el objetivo de favorecer un desarrollo humano integral: no solo acceso a los bienes necesarios, entre los cuales alimentación, acompañamiento psicológico y social, sino también actividad espiritual, con el fin de promover la fe, la cultura de la paz y de la fraternidad, una fuerza esencial para combatir la violencia comunitaria».
Desde hace tiempo la Pequeña casa del niño ha dejado de ser pequeña. A pesar de que los desafíos sean cada vez mayores, «la congregación sigue acariciando la esperanza de construir un nuevo edificio, que permitirá ampliar los inscritos a la escuela infantil y primaria y doblar el número de las personas beneficiarias del programa de la Casa», explica Pierina Lorenzoni.
Las Mjc, además están comprometidas no solo en varios Estados de Brasil, sino también en Chile, Ecuador, Bolivia, Paraguay, Perú, Angola, Mozambique y Kenia. Ser presencia viva en estas periferias del mundo es un signo de fidelidad al carisma de la congregación que desde el inicio tuvo como misión el de dedicarse a una evangelización atenta a la realidad de los “empobrecidos”. Pues bien, las monjas han recorrido un largo camino y como un río en busca del mar siguen cultivando nuevos sueños, conscientes de la importancia de estar continuamente “en salida”.
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