La migración extrema de Roman y John desde África hasta Brasil
Felipe Herrera-Espaliat, enviado especial de Vatican News a Sao Paulo, Brasil
Mientras Roman está terminando de comer carne con arroz, papas y frijoles, John lava los platos de las más de 80 personas que almorzaron en la Casa del Migrante en el centro de Sao Paulo, Brasil. Entre junio y julio ambos huyeron desde África escondidos en barcos mercantes cuya destinación desconocían. Los dos estaban determinados a salir de ambientes sociales colmados de violencia extrema, pobreza y donde la falta de trabajo impide soñar con un futuro promisorio. Cualquier cosa era mejor que quedarse donde estaban, y todo riesgo, por más grande que fuera, dicen que valía la pena.
Esta era la segunda vez que Roman Ebimene, soltero de 35 años, intentaba salir de Nigeria desde el puerto de Lagos. “La razón para dejar mi país fue la dureza: no hay alimento, no hay dinero, no hay buena salud”, detalla y explica conmovido que “tenía que dejar África, porque todos los días vemos que matan y nos secuestran”.
En plena oscuridad de la noche del martes 13 de junio un pescador lo llevó en su bote a remos hasta un barco que pudo abordar trepando unas redes que pendían en la popa. Roman fue el primero de cuatro nigerianos que ingresaron a aquel navío de modo clandestino en esas horas de la madrugada. Todos se tendieron sobre las redes en un espacio abierto de dos metros cúbicos junto al timón. Desde allí podían ver el agua, pero no el horizonte.
Dos semanas después John Ekow entraba de modo similar en otro carguero en Costa de Marfil, dejando ahí a su mujer y a sus dos hijos. “No tenía trabajo y veía que no podía hacer nada allí. Un amigo me dijo que había que ir a la aventura para construirse un futuro”, relata este ghanés de 24 años. Aquel amigo se convirtió en su compañero de ruta en el ensordecedor rincón donde se guarecieron junto a la hélice de la nave, y que solo les permitía comunicarse a gritos. Zarparon desde el puerto de Abiyán el viernes 28 de junio.
La sed y la incertidumbre
Roman llevaba agua abundante y algo de alimento, pero todo se hizo insuficiente. Los cuatro nigerianos lograron estirar las provisiones por diez días. Jamás habían pensado en un itinerario tan largo, mientras trataban de entender cómo una embarcación de ese tipo podía tardar tanto en llegar a Europa o a Estados Unidos, los dos destinos donde anhelaban recomenzar sus vidas.
“El barco seguía moviéndose. ¡Pasó el primer día, el segundo día, el tercer día y no se detenía! Entonces, nos preguntábamos una y otra vez adónde se dirigía este barco. Yo nunca había experimentado una distancia tan larga”, narra Roman. A la sed desesperante que empezaron a sentir se agregó la incertidumbre de saber cuánto tiempo más podrían sobrevivir. En algunos instantes pensaron subir a la cubierta y pedir ayuda a la tripulación, pero el terror a ser arrojados al mar como castigo los desincentivó.
A John y su compañero el agua y la comida les duró mucho menos. Al quinto día no soportaron más y fueron a pedir auxilio, y el propio capitán de la nave salió a su encuentro. El ghanés reconoce que los trataron bien y que, incluso, los halagaron por su valentía.
Recién entonces supieron que se dirigían a Brasil. Sin embargo, les explicaron que debían volver con el barco a Costa de Marfil o entregarse a la autoridad migratoria brasileña. “Yo decidí que no, considerando hasta donde yo había llegado, no podía regresar a África”, dice John para explicar por qué rechazó los dos mil dólares que le ofrecieron si es que volvía hasta Abiyán.
“¡Ayuda, somos polizones!”
El día catorce de su travesía clandestina y a más de 5.500 kilómetros de su punto de partida, los cuatro nigerianos no podían más. Solo bebían un poco de agua de mar y el frío era insoportable. Quedaban pocas fuerzas y, sin duda, poca esperanza. Fue entonces, el 27 de junio a las cinco de la mañana cuando escucharon los motores de las patrullas costeras acercarse al carguero. Estaba amaneciendo y Roman decidió jugarse la vida: manteniendo el equilibrio caminó por sobre el timón y se sentó en él. “Empecé a gritar: ¡Por favor, ayuda, ayuda, somos polizones!”, detalla acerca del momento en que comenzó el rescate.
Las imágenes de estos hombres en condiciones extremas dieron la vuelta al mundo, dejando en evidencia los actos desesperados que miles de migrantes realizan cada día con el fin de huir de sus países en busca de sobrevivencia. Estaban en el puerto de Vitória, en el sudeste de Brasil, donde los recibieron como refugiados. Dos de ellos decidieron regresar a Nigeria porque no habían llegado al destino que buscaban.
Una mano tendida en la angustia
Roman con otro de sus compañeros viajaron hasta Sao Paulo, donde fueron acogidos por Missão Paz (Misión Paz), una organización dirigida por los religiosos scalabrinianos que por más de 80 años han acompañado a miles y miles de migrantes que arriban hasta Brasil. Hasta ese mismo lugar llegó el 18 de agosto John, cuyo barco había recalado en Macapá, al norte del país. Su amigo emprendió viaje hacia la Guyana Francesa, mientras que él optó por ir a Sao Paulo.
Estos dos migrantes africanos hoy tienen sus necesidades básicas cubiertas y su siguiente desafío es aprender el idioma, para así poder trabajar. John es mecánico automotriz y quiere conseguir lo antes posible ropa que le permita ensuciarse reparando vehículos. Roman es soldador y en Missão Paz ya han encontrado para él más de un lugar donde emplearse.
Ambos comienzan así otra etapa en su historia de migrantes, la de insertarse en una nueva sociedad. Según los expertos, esta fase puede generar aún más angustia que los traumas vividos en el barco, porque habitualmente el choque cultural, las resistencias sociales y la indiferencia al sufrimiento humano son fuente de una profunda frustración.
En Missão Paz conocen bien esos dolores y para hacerlos más llevaderos, además de alojamiento, comida, cursos de portugués y asesoría jurídica, ofrecen acompañamiento sicológico a quienes, tras un largo y tortuoso camino, se abren a la posibilidad de una vida mejor en una tierra muy lejos de casa.
Reportaje realizado en colaboración con el Global Solidarity Fund.
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