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2024.06.26 Udienza Generale

El Obispo de Roma: Servicio de comunión y diversidad

El documento, Il Vescovo di Roma, es un importante estímulo a la reflexión para el abordaje hermenéutico de un ministerio decisivo para una Iglesia siempre en camino.

José Carlos Caamaño*

El documento de estudio Il Vescovo di Roma, del Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los cristianos, es el producto de un largo peregrinaje de diálogo y crecimiento en la fraternidad ecuménica. El Documento, a la vez, es un importante estímulo a la reflexión para el abordaje hermenéutico de un ministerio decisivo para una Iglesia siempre en camino. 

Es un punto de partida importante lo que el documento evidencia en el número 40 sobre el ministerio del cuidado de la comunión. Nos hace recordar que antes del concepto de episcopos, como ministerio personal con autoridad para pastorear la unidad, está la comunidad que debe vivir en una episcopé de la caridad. El cuidado de la caridad es un desafío comunitario, es una nota de la familia de los que creemos en Cristo. Cuidarnos en el amor, cuidarnos por amor y cuidar por amor al prójimo. A todos, como recuerda el papa en Frattelli tutti. Porque somos una comunidad que cuida el amor hay alguien en ella que vela para que se viva esta misión. Destino que es local y es universal, de modo que el servicio a la caridad se expresa en ministerios que permiten vivir esta vocación hasta los confines del mundo. Se trata de cuidar que todos los servicios en la Iglesia se orienten a realizar la caridad de Cristo; las tentaciones para la mundanización y los ejercicios miméticos en las estructuras eclesiales son inmensos y se debe velar para que el aire fresco renueve permanentemente todos nuestros ambientes.

El número 66 del documento sobre el Obispo de Roma llama a estudiar con profundidad la historia de la Iglesia en el primer milenio de cristianismo.  En este período epocal se organizan configuraciones sistémicas que poseen gran incidencia en nuestras autocomprensiones como Pueblo de Dios. A modo de ejemplo baste con recordar algunos mojones que han conducido a acentuaciones y desplazamientos que deben ser considerados accesorios y contextuales. Uno de ellos es el díptico compuesto por el edicto Mediolanensis de Constantino y Licinio, el año 325 y el edicto de Tesalónica, o Cunctos populos, de Teodosio, en el 380. Si en el primero se abrió el imperio a la libertad religiosa, en el segundo se convirtió al cristianismo en carta de identidad del ciudadano romano. Este proceso se completó con la organización de la autoridad del estado romano en una dualidad constituida por el rex (el emperador) y el pontifex (el obispo de roma). Esto dio al papa de Roma un título imperial a la vez que abrió una disputa que se consolidará a partir de la coronación de Carlomagno en la navidad del 800. Allí se inicia un vaivén que irá del césaro papismo consolidado en la Constitución Romana del 824 -que ponía bajo control imperial los actos políticos y administrativos del papa con la presencia permanente de dos “missi dominici” así como obligarle a un juramento de fidelidad hacia el emperador antes de su consagración-[1] a la hierocracia papal, que tendrá su expresión de apogeo en las 27 sentencias del Dictatus papae, el año 1075. Algunos de los artículos del Dictatus son muy ilustrativos: el VIII, Que él (el papa) sólo puede llevar las insignias imperiales; el XX, Que le es lícito deponer emperadores. Y frente a la injerencia de los reyes en cuestiones de la Iglesia insiste en la exclusiva competencia del Obispo de Roma de nombrar, remover y trasladar obispos, así como de convocar sínodos y concilios. Igualmente sostiene este documento, que ha sido decisivo en la tradición posterior, que la Iglesia Romana no ha errado y no errará nunca, en el testimonio de las Escrituras (número XXII). Este documento provocó un giro en la forma de concebir las relaciones en la Iglesia haciendo, por ejemplo, del axioma Extra ecclesiam nulla salus (Cipriano de Cartago, siglo VI), una formulación jurídica referida al vínculo con el papa de Roma. Estos procesos, con explicación en dificultades históricas concretas, condujeron sin embargo a un empobrecimiento del fundamento del ministerio papal de la unidad: ser el obispo de una comunidad que ha sido probada –como comunidad creyente- en el martirio y el testimonio. Es la episcopé en el amor de esa comunidad la que funda el ministerio del episcopos que la preside.

La Disputa por el Dominio mundi que he señalado en el alto medioevo, tendrá un nuevo capítulo en la célebre controversia entre güelfos y guibelinos y se trasladará más tarde a la discusión sobre la legitimación sobre la verdad.  El conflicto entre la fe y las ciencias en la modernidad, con el fideísmo y el racionalismo como consecuencias relevantes, el surgimiento de los estados nacionales con el debilitamiento de autoridades “globales” y la Reforma, son hechos -entre otros factores- que modifican los marcos de autocomprensión de la autoridad del obispo de Roma. De allí que el Concilio Vaticano I advierte sobre los errores tanto del racionalismo como del fideísmo y vuelve a poner la mirada en un ministerio de custodia de la tradición común, en un servicio de vela de una armonía compleja de totalidad. En este gran mapa histórico y narrativo debe ser considerada la hermenéutica de la proclamación de la infalibilidad papal. No podemos renunciar a una profunda interpretación de su sentido ante nuevos contextos y desafíos. En este orden de cosas es muy importante recordar el documento de la CTI, del año 1989, La interpretación de los dogmas. En él leemos algunas enseñanzas fundamentales: “La tradición viva del pueblo de Dios que peregrina por la historia, no cesa en un determinado punto de esa historia; llega hasta el presente y continúa a través de él en el futuro. La definición de un dogma nunca es por ello sólo el final de un desarrollo, sino que es siempre también un nuevo comienzo” (III, 1.a) …   “Una proposición sólo puede tener una significación última para hoy, porque es verdadera y en la medida en que lo es. La validez permanente de la verdad y la actualidad para hoy se condicionan, por tanto, mutuamente. Sólo la verdad hace libres” (Jn 8, 32) (III, 1b).

El número 180 del documento Il vescovo di Roma ofrece otra rica pista para poder reflexionar sobre todos los ministerios eclesiales en clave sinodal. Allí se nos habla de “scambi di doni” (intercambio de dones). Ese es el fundamento de la sinodalidad: vivir en la continua capacidad de intercambiar los dones que de la gracia hemos recibido. Esta cuestión posee una relevancia decisiva ya que muestra que la finalidad de la sinodalidad no es la disputa por el poder, sino que toda forma de existencia eclesial esté puesta en la perspectiva del servicio y la comunidad. La expresión “intercambio de dones” ofrece entonces una perspectiva muy fecunda pues supera ampliamente la concepción de la sinodalidad en clave exclusivamente consultiva y la establece en una forma de relacionalidad con arraigo en la ontología eclesial. Esto es de grave importancia para la cuestión que nos ocupa ya que el número 92 del documento acerca del papa de Roma nos recuerda, refiriéndose a la Iglesia de los primeros tiempos, que “las expresiones de comunión no eran primariamente jurídicas”. Las expresiones de comunión tenían arraigo eucarístico y mostraban la vocación al testimonio de unidad que poseía raíces sacramentales. Así entonces, la eclesiología mística prevalecía sobre la jurídica. El Pueblo de Dios precedía a la comprensión de la Societas Perfecta. El giro se provocará en relación a desafíos contextuales, algunos de los cuales puse en evidencia algunos párrafos antes. Pero hoy, volviendo al documento de la CTI del año 1989, debemos asumir con prudente audacia el reto que nos invita a reconocer que “La validez permanente de la verdad y la actualidad para hoy se condicionan, por tanto, mutuamente”.

El número 95 de Il vescovo di Roma, recuerda, y es de mucha relevancia para el discernimiento del modo de ejercicio de su ministerio, que “el rol significativo del obispo de Roma, en la formación de la doctrina en los escritos de autores de gran jerarquía, como León I y Gregorio Magno, no eran visto en competencia con la autoridad de los obispos locales y regionales o de los sínodos de la Iglesia occidental, sino ante todo como un refuerzo, una promulgación y una reglamentación de su trabajo”. Si no se arribaba a ella, intervenir para acompañar en el camino de poder llegar a una solución clara. Una reflexión en clave sinodal, del servicio universal del obispo de Roma, favorecerá a un enriquecimiento en la rica trama relacional al que está llamado el ejercicio del ministerio de todos los obispos.

*Profesor Ordinario Titular de la Facultad de Teología, Pontificia Universidad Católica Argentina.

 

[1] Cf. Amaia Orella Colera – José Luis Orella Unzué, «La lucha de corrientes geopolíticas en la cristiandad medieval: El cesaropapismo contra la hierocracia», Lurralde, investigación y espacio 42 (2018), 89-117.

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26 junio 2024, 20:40