Pablo Fajardo: abogado del pueblo y de la Amazonía
Manuel Cubías – Jean Charles Putzolu
Las palabras pobreza, lucha, entrega compromiso son parte fundamental de la historia latinoamericana. Muchos hombres y mujeres han creído en ellas y han dado su vida día a día, o de manera definitiva, para hacerlas realidad en sus países o en sus comunidades locales.
Pablo Fajardo es uno de esos casos. Un hombre venido de la periferia de la sociedad ecuatoriana y que ha querido servir a los habitantes de los márgenes sociales de su país.
Vino a la vida en la cintura del mundo, en Ecuador. País sudamericano con 31 volcanes activos y cerca de 17 millones de habitantes.
Desde su juventud ha estado presente en la vida de Pablo Fajardo la lucha por la defensa de los pueblos indígenas. En 2011, junto con la Unión de Afectados por Texaco (UDAPT), institución que agrupa a más de 30,000 personas de origen indígena y campesino, consiguieron un fallo en su favor por 9,500 millones de dólares para reparación social y ambiental.
La transnacional abandonó Ecuador y no ha cumplido, hasta el día de hoy, con el fallo legal de la Corte de Sucumbíos. Lo que sí sigue presente es la huella imborrable de muerte y contaminación.
La marca del origen
Yo nací en la costa ecuatoriana, en El Carmen, Manabí. Vivíamos en el campo, mi familia vivía en la extrema pobreza. Todo lo que producíamos y comíamos era natural. Lo producíamos con nuestro trabajo. Comíamos lo que mi padre y mis hermanos producían.
La pobreza nos impulsó hacia el norte, a la provincia de Esmeraldas, donde buscábamos mejores condiciones de vida. Después de unos años, migramos hacia la región amazónica. Primero fueron mis hermanos, luego mis padres y, yo con ellos”.
Cuando llegamos a la Amazonia viví un fuerte contraste, porque me enfrentaba a dos realidades: una era la Amazonía llena de espíritus, de susurros, olores y sabores, llena de calor, de agua, de insectos y animales, en fin, llena de vida. La otra Amazonía era la contaminada, que tenía dificultades, que moría.
Junto a estos dos contrastes estaban los pueblos indígenas, los pueblos originarios, que han vivido aquí por miles de años y cuya relación con la naturaleza, con el agua, con el aire, con los animales es mucho más profunda. Me topé con la espiritualidad de la selva, con los árboles. Esta es una experiencia mucho más profunda. Estos son los recuerdos que tengo de lo que era la vida. Lo que recuerdo.
Soy el quinto de diez hermanos. Mi padre es campesino, tiene ahora 91 años de edad. Él nunca aprendió a leer ni a escribir. Soy afortunado porque aún vive. Mi madre tiene 84 años, también vive y es campesina. Sabe leer y escribir solo un poco. Todos trabajamos para vivir. De mis hermanos, ninguno logró estudiar en la universidad. Lamentablemente, algunos solo lograron acabar la secundaria, otros ni eso. Esto pasó por razones económicas. Por la pobreza. Ella era la que iba determinando quién podía y quién no podía estudiar.
En mi caso, yo pude estudiar en la universidad y graduarme porque pude contar con el apoyo de la gente de mi comunidad, con el apoyo de los padres Franciscanos Capuchinos y de varios pueblos que me apoyaron para que pudiera estudiar.
Hay una cosa importante que quiero contarles. Mi padre nunca aprendió a leer ni escribir. Para él los documentos escritos no tenían ningún valor. El valor lo da la palabra. Él decía que los documentos pueden romperse, pero que la palabra dada no puede romperse. Esto lo veía en cada momento: cuando querían hacer algo, un trabajo, siempre hacían acuerdos de palabra.
En el mundo actual, hay muchas cosas que han ido cambiando: si no es un documento escrito no vale. Pero, la tradición de los pueblos anteriormente era la palabra. ¡Sería lindo que regresásemos a eso, para que la palabra realmente tenga su valor y sea respetada por todos!
Raíces que nutren
Mi madre y mi padre me han marcado mucho. Los dos siempre trabajaron y fueron “hiperhonestos”. Ambos me repiten siempre: mi finca llega hasta donde llega la del otro. Mi derecho llega hasta donde comienza el del otro.
Siempre vivimos en comunidad. En el campo, muchos trabajos son colectivos. A este tipo de trabajo les llamamos mingas (tradición indígena de trabajo comunitario, voluntario). Por ejemplo, si la comunidad necesita abrir un camino o construir un puente, se hace entre todos. La unión hace la fuerza. Estas cosas es imposible que las haga una persona, por eso se hacen colectivamente. Estos hechos me han marcado la vida. ¡Esto me marcó mucho!
Mi madre trabajó mucho para la comunidad. Fue partera por casi cincuenta años. Siempre estaba al cuidado de la familia y de la comunidad. Ella aprendió a trabajar con plantas medicinales. Descubrió lo que es la naturaleza. Ella decía que en las plantas están todas las farmacias, todas las medicinas. ¡Esta es una cosa tan importante que se ha ido perdiendo!
En este mundo que tenemos, se ha ido dejando de lado el conocimiento ancestral de las personas, de los pueblos. Mi madre siempre trató de curarnos con sus plantas.
El Dios en el que cree
La fe se transmite de generación en generación. Mi madre es devota de San Pablo, por eso mi nombre. También cree mucho en la virgen del Carmen. Recuerdo, cuando yo era niño, ella estaba embarazada y no podía dar a luz. Mi padre hizo una oración: “Virgencita del Carmen, haz que mi esposa se salve, ella estaba a punto de morir, y que mi hijo nazca vivo. Y nazca hombre o nazca mujer le pondré por nombre Carmen”.
¡Claro! Lo hizo con tanta fe, mi madre dio a luz y mi hermano nació hombre. En Ecuador el nombre Carmen es exclusivo de mujer. Pero mi padre, que había dado su palabra como promesa de fe, le puso el nombre José Carmen. Esta cuestión marca mucho: la fe de la gente y el respeto a la palabra dada.
Migrar a la Amazonia
En la Provincia de Esmeraldas había pocas posibilidades de trabajo, de tener una vida un poco mejor, digo, económicamente hablando. Mis hermanos mayores migraron a la Amazonia, al norte del Ecuador. En ese momento se decía que había muchas fuentes de trabajo. Después nos trasladamos toda la familia. Tenía 14 años. Comencé a trabajar en empresas que cultivan palma africana y después en empresas petroleras. Fue la necesidad económica la que nos movió hacia allá.
El primer impacto
Comencé a trabajar una semana después de haber llegado a Shushufindi, en la provincia de Sucumbíos. Pocos días después me integré al trabajo pastoral de la Iglesia Católica que dirigían los padres Capuchinos. La idea de la hermana naturaleza me marcó bastante.
Trabajábamos muchas horas al día y el salario era muy bajo. Tampoco había seguridad social ni protección de la salud de la gente. Me fui dando cuenta de que había muchas injusticias. Había explotación laboral.
La combinación entre lo que vivía en la empresa palmicultora y lo que iba haciendo en mi trabajo pastoral movía mi interior. Dos años después de mi llegada a la Amazonía, con la parroquia y la gente creamos un Comité de Defensa de los Derechos Humanos. Esto lo hicimos porque se estaban produciendo numerosos casos de violación de derechos humanos de indígenas, mujeres, campesinos y gente de raza negra. Ellos no tenían a quién pedirle ayuda.
Nacimiento de la vocación
Era un adolescente de 16 años. El día que formamos el Comité nos reunimos unas cincuenta personas. Me nombraron presidente del Comité.
Con este pequeño carguito social, salía más a las comunidades, acompañando a los sacerdotes e iba conociendo más casos de injusticia y atropello a la vida de la gente. La gente venía a nosotros para contarnos su situación. Yo les acompañaba a las autoridades y casi siempre nos decían: “Busque un abogado, busque un abogado para que les ayude”. La realidad es que en ese tiempo no había abogados que quisieran ayudarnos. Un día dije: “Yo voy a ser abogado”.
Como joven asume el compromiso por la vida
A veces me pongo a pensar y no sé por qué asumí este compromiso. Sabía que contaba con el apoyo de los sacerdotes. Me fui metiendo poco a poco. Una cosa, sabía que no tenía temor, sino que siempre quería avanzar, avanzar con la gente. A veces tuve problemas con las autoridades, con las empresas, pero sucedió una cosa linda, la gente estaba siempre lista para defenderme, para ayudarme. Es una cuestión de sinergia, de solidaridad mutua. Yo los ayudaba a ellos y ellos me ayudaban y me protegían.
Apoyo de los franciscanos y de la comunidad
Los padres Capuchinos, Pedro José, José María y Charlie Azcona. llegaron a Shushufindi en 1984. Con ellos trabajé mucho tiempo. En el año 1987 llegó un grupo de jóvenes para participar en un curso para postulantes. Recuerdo que llegó uno que se llama Adalberto y hoy es el Obispo del Vicariato de Aguarico, donde trabajamos nosotros. Lo conocí cuando joven, ahora él es Obispo.
Vengo de una familia pobre. En la Iglesia no se trabaja por dinero, se trabaja por la vida. En el año 1997 ya trabajaba para la Iglesia y ya tenía familia. Lo que ganaba no me alcanzaba para que yo estudiase. Una familia de Pamplona me ayudaba con la matrícula de la universidad cada seis meses. Los indígenas y campesinos, por su parte, me ayudaban con la alimentación. Los jóvenes de la comunidad hacían actividades para ayudarme. Ellos me ayudaban para que yo siguiera mi trabajo por los derechos humanos. Así me alimentaba mi familia y yo.
El momento que más me marcó fue cuando los campesinos tenían un conflicto con una empresa petrolera en la zona. La compañía quería hacer una prospección sísmica y entraron en el territorio atropellando a los campesinos y sus posesiones.
Junto con otro compañero organizamos a los campesinos, que eran más de tres mil, porque no se respetaban sus derechos. La empresa como represalia despidió a muchos trabajadores y me señalaron como el responsable del despido. Los trabajadores reaccionaron negativamente y se dirigieron hacia mí para lincharme, como se dice. Gracias a Dios logramos discutir. Entre ellos había campesinos que sabían quién era yo y lo que hacíamos. Ellos me defendieron. La gente se dio cuenta de la verdad. Al final, ellos lucharon conmigo y me defendían.
El precio del compromiso
En 2004, después de un tiempo de persecución y de muchas amenazas, pasó un hecho muy grave. Uno de mis hermanos fue torturado de manera cruel hasta asesinarlo. Después de dos o tres días, nos dimos cuenta por informes de la inteligencia militar, que quien debió haber sido la víctima era yo y no mi hermano. La persecución contra mi familia y mi persona, arreció. Doy gracias a Dios por poder estar hablando con usted.
Con urgencia tuve que sacar a mis hermanos y mi familia de la zona. Pasé varios meses durmiendo en una casa distinta cada noche, porque tenía que cuidarme un poco. Me di cuenta de que mi vida pendía de un hilo.
Este hecho marcó un antes y un después en mi vida. Fue un tiempo de mucha desconfianza. Cuando iba por la calle y veía a la gente caminar hacia mí, me preguntaba ¿Será que es este quien va a dispararme? Fue un momento de mucha tensión y preocupación. Cada noche daba gracias a Dios porque lograba vivir un día más. Por la mañana oraba: “Señor, protégeme para seguir viviendo”.
Unido a la Amazonia
Después de treinta años me doy cuenta de que he aprendido y sigo aprendiendo de los pueblos indígenas. Ellos tienen mucho que enseñarle a la humanidad. Muchos creemos que sabemos y que ellos no tienen nada que enseñarnos, pero en realidad, quienes conocen de la vida son ellos, no nosotros. Mi conexión directa con la Amazonía ha sido posible a través de los pueblos indígenas, que son unas bibliotecas andantes. Tienen mucho que enseñarle a la humanidad y la humanidad mucho que aprender de ellos.
Encuentros y desencuentros
En el año 2003, cuando empezábamos el juicio contra Chevron en Ecuador, en Lago Agrio, un pueblo salía a manifestarse cada día. Los mayores nunca iban con zapatos. Un joven norteamericano que había venido para el juicio quedó impresionado de ver tanta gente sin zapatos. Cuando volvió a su país, comenzó a recolectar zapatos y seis meses después nos llamó para decirnos que tenía cinco mil pares y que los enviaría para los indígenas. Cuando los zapatos llegaron, los repartimos, pero los indígenas mayores continuaron sin usarlos, porque no podían caminar con ellos. Comenzaron a convertirlos en pelotas de fútbol.
En una comunidad me dijeron: “Agradecemos a este joven por su gesto. Es muy bueno. Lo que él nunca entendió es que no usamos zapatos por pobreza, sino porque el zapato rompe la conexión entre el ser humano y la tierra. Los indígenas somos parte de la tierra. No podemos romper ese nexo entre la persona y la vida.
El caso Texaco-Chevron
Texaco arrojó desechos tóxicos, aguas tóxicas, petróleo en la tierra, en los caminos, causó la destrucción de peces, de animales de la selva, de pueblos indígenas. Ante esta destrucción ambiental, los indígenas estaban indefensos porque no sabían cómo enfrentar a una empresa petrolera. Tampoco el Estado era ni es capaz de proteger los derechos de los pueblos originarios ni de informar de las consecuencias negativas que se generan.
El caso Texaco-Chevron demuestra esa falta de conocimiento y de respeto hacia los pueblos ancestrales, pero también demuestra la tenacidad, la lucha de estos pueblos por sus derechos. Lo importante es ver cómo hemos logrado mantener la unidad en la lucha. Seis pueblos indígenas con diferentes lenguas, tradiciones, costumbres, territorios, más los campesinos, hemos ido confluyendo para luchar unidos, colectivamente.
Esto no es de ahora. El trabajo colectivo, el trabajo en mingas es importante. No se trata de una estructura vertical, sino horizontal. Todos participamos, cada uno aporta lo que tiene y lo que puede. En esta lucha conjunta, lo importante es el daño causado por la empresa petrolera y la lucha de la gente por la defensa de sus derechos, de su territorio, tradiciones y costumbres.
Para completar la información, cabe señalar que el 30 de agosto de 2018 la Corte Permanente de Arbitraje de La Haya dictaminó que el juicio contra Chevron estaba viciado por corrupción y que la compañía petrolera estaba exonerada de toda responsabilidad. Por lo tanto, la Corte de La Haya emitió una orden de arbitraje en la que exigía a Ecuador que anulara la sentencia dictada por sus tribunales contra la empresa multinacional.
Lo que de veras está en juego
En la Amazonia está en juego la vida de nuestros pueblos y de las generaciones futuras. Dios nos dio este planeta para que vivamos en él y seamos felices, no para que lo destruyamos. Aquí hay mucha gente que lo está destruyendo. Es nuestro deber defender a nuestra madre tierra porque queremos respeto para ella.
Posiblemente, mucha gente en Estados Unidos o en Europa no se da cuenta de lo que significa la Amazonía para el mundo, para el planeta. Está en juego la vida de las generaciones que están por venir. Les invitamos a tomar conciencia y a respetar nuestra propia vida. Luchemos por nuestros propios derechos, por nuestra dignidad, por las generaciones futuras. Les invito a esto.
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