En la piel de quien sufre
Manuel Cubías - Ciudad del Vaticano
A pesar de que conozco a Lucas desde hace más de un año, nunca lo había acompañado a ninguna de sus citas en el hospital. Ayer, en la Roma que guarda la cuarentena, la persona que lo cuida me pidió acompañarlos al hospital que está en la isla Tiberina. Yo accedí a su solicitud.
Hacia las cinco y media de la tarde, llegué a la puerta de su casa, soné el timbre y me presenté dispuesto a colaborar. Como pudimos, logramos que Lucas se subiera al coche. Sus manos estaban algo frías. Su mirada me decía que estaba preocupado. Se secó con un pañuelo las lágrimas que salían de su ojo derecho. Luego le coloqué el cinturón y cerré la puerta del vehículo. Salimos.
La calle del Trastévere estaba casi vacía. Había pocos vehículos, de manera que fue fácil encontrar un parqueo cercano al hospital. Desaté el cinturón de seguridad de Lucas. Con gran dificultad giró su cuerpo y puso su pie derecho en el pavimento. Entonces, apoyándose en la puerta y emitiendo un quejido casi imperceptible, logró girar y poner el pie izquierdo. Me pidió que sirviera de apoyo para levantarse de la silla del carro. Logró ponerse de pie.
Poco a poco nos alejamos del coche y caminamos hacia la entrada del hospital. Para ingresar había dos opciones: subir tres gradas o seguir hacia una rampa un poco larga, quizá unos quince metros. Lucas dijo que las tres gradas.
-Uno, dos tres. La primera. Apenas si tuvo tiempo para una leve sonrisa.
-Uno, dos, tres. La segunda. “Me hace mal”, balbuceó.
-Lucas, una más. Uno, dos, tres.
Seguimos caminando hacia el ascensor. La sala de radioterapia está situada en el subterráneo. Al salir del ascensor nos topamos con una obra genial: el hospital está construido sobre unas ruinas. Restos de cimientos construidos muchos siglos atrás. La lucha por la vida y las ruinas. Ante mis ojos, eso que llamamos historia de la humanidad.
Esperamos unos minutos. Lucas me llamó para que me acercara. Dirigiéndose a mí, con voz suave afirmó: -Gracias.
Luego, entramos a la sala donde recibiría el tratamiento de radio terapia. El doctor nos dijo: esperen unos diez minutos. Pasado este tiempo, Lucas salió en una silla de ruedas. Su rostro casi blanco, blanco. Lo tomé de las manos. Me invadió el frío de su cuerpo. Subimos al primer piso.
Su cuerpo temblaba cada vez más. Creí que iba a desmayarse. Con mucha dificultad logró decirme: “duele, es la carne quemada. Duele”. Sus manos me agarraban con fuerza. Se sentó en el auto. Abroché su cinturón. Alcancé a ver el viaje de una lágrima hacia el suelo. Se quedó en silencio.
Al llegar a casa dijo: “En silencio. Toca sufrir en silencio”. Caminamos hacia su habitación. Logró tirarse sobre su cama. Antes de dejar su cuarto, me tomó de la mano y me dijo: Gracias.
Quizá nunca llegue a sentir lo que este amigo sufre, sin embargo, si puedo sentir la fuerza de su palabra agradecida. Gracias Dios por este momento.
NB: Lucas es un nombre ficticio. Por respeto a nuestro hermano.
Gracias por haber leído este artículo. Si desea mantenerse actualizado, suscríbase al boletín pulsando aquí