Día de muertos en México: tradición y memoria
Ciudad del Vaticano
El calor de la delicada luz de las velas, el aroma intenso del copal que nos remite a lo sagrado, lo festivo de los vivos colores del papel picado, las alegres calaveritas de azúcar y los dulces sabores del pan de muerto nos recuerdan un tiempo entrañable: el día de muertos.
Para los mexicanos la muerte es un acontecimiento sagrado, intuimos que con ella no termina todo, sino que hay vida más allá de la ausencia física; por eso celebramos, conmemoramos y recordamos a todas y todos nuestros difuntos. Tradicionalmente, en estas fechas solemos colocar una ofrenda o altar en un lugar principal de nuestra casa y también en los panteones, sobre la tumba de nuestros familiares y amigos; en dicho altar, además de las flores, velas, comidas, bebidas, inciensos y muchos adornos, ponemos una cruz al centro y varias fotos de nuestros seres queridos que ya gozan de la vida plena. Es una ofrenda de gratitud y cariño. Desde el armado del altar vamos poniendo cada flor de cempasúchil en un bello arco muy bien decorado y tupido, así, vamos apelando a la memoria del corazón para que no olvide, pues el olvido es la verdadera muerte, el color de los ojos de las personas que en vida tanto hemos mirado y amado, para que nuestra frágil memoria no olvide su sincera sonrisa, para que nuestros brazos no olviden la ternura de sus abrazos, para que nuestros oídos no se ensordezcan y olviden sus palabras y para que nuestro cuerpo no olvide toda la cálida presencia que en esta vida nos regaló su persona.
Celebrar el día de los muertos a la mexicana
Celebrar el día de muertos a la mexicana es cuidar de la memoria colectiva. No sólo es una tradición que desde pequeños aprendemos y a su vez heredamos, también es un rito en donde le damos culto al Dios de la vida y a los que ya gozan de su abrazo eterno. Los mexicanos nos tomamos muy en serio la muerte, porque también nos tomamos muy en serio la vida, todas las vidas y cada una de las vidas. Nuestro sentido de familia es muy fuerte, quizá por eso solemos llamar “carnales” a nuestros mejores amigos. Somos un pueblo alegre que, a pesar de lo difícil que a veces se torna nuestra existencia, sabemos celebrar, reír, cantar y llorar. Sí, sabemos llorar y necesitamos llorar a nuestros seres queridos; pero, cuando estas personas nos son arrebatadas por “casualidad” o “causalidad” sin saber a dónde se los han llevado, ni si están vivos o muertos, sentimos que una parte de nuestra alma se va y se desvanece junto con esa persona desaparecida.
En este día de muertos necesitamos y deseamos recordar y llorar. No sólo a los 91,753 muertos por esta pandemia en México, sino a los 61.637 desaparecidos y muertos (de los que se tiene registro) por la otra pandemia, silenciosa y voraz, generada a pulso por la violencia, la corrupción y el narcotráfico. La desaparición forzada es una práctica ignominiosa, una ofensa pública, un horror que pisa y escupe la dignidad más preciosa y fundamental de una persona y de una comunidad o grupo social. No obstante, la desaparición forzada se ha vuelto un fenómeno muy común en nuestro querido México.
No queremos y no podemos quedarnos callados ante tal atrocidad. No queremos y no podemos olvidar a nuestros desaparecidos. Queremos y debemos gritar bien alto sus nombres. Queremos y debemos conservar bien vivo su recuerdo. No deseamos que nuestra fiesta del día de muertos quede banalmente folklorizada y comercializada al estilo de las películas animadas. No, queremos ir a las entrañas, a las raíces y a los fundamentos de nuestra cultura, indígena y mestiza, que nos confirma que la muerte no tiene la última palabra, que la muerte no es una enemiga, que la muerte es necesariamente parte de la vida… Pero pedimos una muerte digna para todos y todas. Necesitamos sus cuerpos, vivos o muertos, pero los necesitamos para llorarles, para encenderles velas, para ofrecerles comida, para hablar con ellos, elevar una plegaria al cielo y ofrecerles una Misa.
Deseo que estas palabras sean un altar a la memoria de tantos y tantas que han desaparecido un día, como si la misma tierra que los engendró se los hubiera tragado. Deseo que estas palabras sean un bálsamo de consuelo al corazón de tantas madres desconsoladas por la desaparición de sus hijos e hijas. Deseo que estas simples palabras sean un pañuelo que seque sus lágrimas de impotencia e indignación en este día de los ¿muertos, vivos o desaparecidos? En su memoria.
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