Guerra mundial: solo hablar de ella da miedo
Sergio Centofanti
Algunos líderes mundiales han comenzado a hablar sobre el tema. Es preocupante solo escuchar que estas palabras sean pronunciadas: “Guerra mundial”. El presidente de los Estados Unidos Joe Biden exhortó el 10 de febrero a los ciudadanos americanos a abandonar Ucrania inmediatamente porque “las cosas podrían volverse locas rápidamente”. “Es una guerra mundial –agregó- cuando los americanos y Rusia empiezan a dispararse mutuamente”.
Da miedo escuchar hablar de “guerra mundial”. Un verbo que se utilizó es llamativo: “enloquecer”. En la audiencia general del pasado miércoles 9 de febrero, el Papa Francisco invitó con fuerza a continuar rezando por la paz frente a las crecientes tensiones por la crisis ucraniana. Dijo: “No lo olvidemos: ¡la guerra es una locura!”.
Ya lo había dicho en otras ocasiones, como en el encuentro “Mediterráneo, frontera de paz” en Bari, el 23 de febrero de 2020:
“La guerra (…) es contraria a la razón (…) es una locura, ya que es absurdo destruir casas, puentes, fábricas, hospitales, matar personas y aniquilar los recursos en lugar de construir relaciones humanas y económicas. Es una locura a la cual no nos podemos conformar”.
El 13 de septiembre de 2014, en la misa presidida en el Monumento militar de Redipuglia en el centenario del inicio de la primera guerra mundial, Francisco lo dijo con la misma fuerza:
“La guerra es una locura. Mientras Dios lleva adelante su creación y nosotros, hombres, somos llamados a colaborar con su obra, la guerra destruye. Destruye también lo que Dios creó más hermoso: el ser humano. La guerra lo trastoca todo, incluso el vínculo entre los hermanos. La guerra es una locura, su plan de desarrollo es la destrucción: ¡quererse desarrollar mediante la destrucción! La codicia, la intolerancia, la ambición al poder… son motivos que impulsan la decisión de ir a la guerra, y estos motivos suelen estar justificados por una ideología; pero primero está la pasión, está el impulso distorsionado. La ideología es una justificación, y cuando no hay una ideología, está la respuesta de Caín: ‘¿Y a mí qué me importa? ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?’ (Gen 4,9).
La guerra no mira a nadie en la cara: ancianos, niños, madres, padres… ‘¿A mí qué me importa?’. Sobre la entrada de este cementerio se cierne el lema burlón de la guerra: ‘¿A mí qué me importa?’. Todas estas personas que descansan aquí tenían sus proyectos, sus sueños, pero sus vidas han sido destrozadas. ¿Por qué? Porque la humanidad dijo: ‘¿A mí qué me importa?’. Aun hoy, después de la segunda quiebra de otra guerra mundial, tal vez se puede hablar de una tercera guerra que se combate ‘a pedazos’, con crímenes, masacres, destrucciones (…) ¿Cómo es posible esto? ¡Es posible porque aun hoy entre bastidores hay intereses, planes geopolíticos, codicia de dinero y poder, está la industria de las armas que parece tan importante! Y estos ‘planificadores del terror’, estos organizadores del desencuentro, así como los traficantes de armas, escribieron en el corazón: “¿A mí qué me importa?”. Es proprio de los sabios reconocer los errores, experimentar dolor, arrepentirse, pedir perdón y llorar”.
En el siglo pasado, tras las palabras de Benedicto XV sobre la innecesaria matanza de la Primera Guerra Mundial y las de Pío XII sobre la segunda, “Nada se pierde con la paz. Todo puede perderse con la guerra”, en 1963 Juan XXIII escribía la Pacem in Terris ante la amenaza de un conflicto nuclear:
“El ser humano vive bajo la pesadilla de un huracán que puede estallar en cualquier momento con una fuerza abrumadora inimaginable. Puesto que las armas están ahí, y aunque es difícil creer que haya personas capaces de responsabilizarse de la destrucción y el dolor que causaría una guerra, no es descartable que un acontecimiento imprevisible e incontrolable pueda poner en marcha la maquinaria bélica”.
En la historia hemos visto cómo muchas chispas se convierten en incendios devastadores. Hoy en día, solo da miedo oír hablar de “guerra mundial”. En la guerra de Bosnia-Herzegovina de los años 90, muchos supervivientes repetían una frase que sonaba similar, aunque estuvieran en bandos opuestos: “Nunca imaginé que pudiera volver a ocurrir aquí”.
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