Juegos de París: El refugiado y la estrella en la cola del comedor
por Giampaolo Mattei
Un atleta del Equipo de Refugiados, que vive y se entrena en un campo de refugiados africano, haciendo cola en la cantina de la Villa Olímpica con un jugador de baloncesto de la NBA, sobrerremunerado, que no depende de títulos y cuentas bancarias para salir adelante. Es la normalidad en ese «País de Nunca Jamás» temporal llamado Olimpiadas: un espacio en el que, al menos durante unos días cada cuatro años, conviven mujeres y hombres incluso de países en guerra, aunque los gobernantes no vean con buenos ojos la tregua olímpica propuesta. Un espacio donde atletas de ambos sexos tienen la misma dignidad, independientemente de las medallas, las clasificaciones competitivas o el país de origen.
En París, los Juegos Olímpicos arrancaron -en la noche del viernes 26 de julio, al final de una jornada que comenzó con un atentado masivo contra la red ferroviaria francesa- con una controvertida ceremonia de apertura que «desgraciadamente incluyó escenas de escarnio y burla del cristianismo que deploramos profundamente», declaró la Conferencia Episcopal Francesa en un comunicado. «Agradecemos a los representantes de otras confesiones religiosas que han expresado su solidaridad con nosotros», escriben los obispos franceses, que añaden: »Esta mañana pensamos en todos los cristianos de todos los continentes que se han sentido heridos por el ultraje y la provocación de ciertas escenas. Queremos que comprendan que la celebración olímpica va mucho más allá de los prejuicios ideológicos de algunos artistas». Y concluyen relanzando el auténtico espíritu olímpico: «¡Dejemos espacio al campo de competición, que trae verdad, consuelo y alegría a todos!
Sí, espacio para los atletas -dejados de lado ayer en la ceremonia de apertura- con sus apasionantes historias humanas de redención y fraternidad, sacrificio y lealtad, espíritu de equipo e inclusión. Y precisamente dando voz a las emociones de los atletas, el presidente del Comité Olímpico Internacional, Thomas Bach, les invitó a 'cuidarse los unos a los otros', un estilo más que justo, señalando la experiencia del Equipo Olímpico de Refugiados. El 'equipo de todos' que representa a más de 100 millones de desplazados en el mundo y que no pierde de vista el papel inclusivo y social del deporte.
Nadia Comăneci -ayer una de las portadoras de la antorcha olímpica por el Sena-, que pagó con abusos y violencia sus éxitos olímpicos bajo el régimen de Ceauşescu en Rumanía, coincide sin ocultar distorsiones y opacidad: «Se dice que el legado de un campeón está representado por sus medallas, su puesto en la clasificación y sus récords mundiales. A mí me consideraban 'la mejor de todos los tiempos' en gimnasia. Pero creo que una verdadera campeona es 'más' que su rendimiento competitivo. No basta con ser 'el mejor'», porque “un verdadero campeón” sabe dar “su contribución a la sociedad: los Juegos Olímpicos pueden representar ese algo más”.
Este es sin duda el caso de Assunta Scutto, judoka de 22 años que ya compite en París y que procede del «gimnasio de la redención» de Scampia, un barrio de Nápoles donde estos días se recogen trozos de edificios y esperanzas. «El deporte siempre es inclusivo y en Scampia está construyendo el futuro de mucha gente», afirma, y confiesa que nunca ha pensado en abandonar el suburbio donde nació: “Con la limpieza del judo intento ayudar a Scampia a mejorar y, con la ayuda de Dios, que siento fuerte cerca de mí, quiero seguir haciéndolo”.
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