El Papa en Santa Marta: Acusarnos a nosotros mismos y no a los demás
Debora Donnini - Ciudad del Vaticano
Hay que reconocerse pecador: sin aprender a acusarse, no se puede caminar en la vida cristiana. Es el corazón del mensaje del Papa Francisco expresado hoy en la homilía de la Misa en Casa Santa Marta. Las celebraciones eucarísticas matutinas en la capilla de Santa Marta se reanudaron el lunes después de las vacaciones de verano. La reflexión de Francisco hoy se desarrolla a partir del Evangelio hodierno de Lucas (Lc 5, 1-11), en el que Jesús pide a Pedro subir a la barca y, después de predicar, le invita a echar las redes y se realiza una pesca milagrosa.
Un episodio que nos recuerda la otra pesca milagrosa, aquella sucedida después de la Resurrección, cuando Jesús pregunta a los discípulos si tenían algo de comer. En ambos casos - observa el Papa - "hay una unción de Pedro": primero como pescador de hombres, luego como pastor. Jesús entonces cambia su nombre de Simón a Pedro y de "buen israelita" Pedro sabía que un cambio de nombre significaba un cambio de misión. Pedro "se sentía orgulloso porque realmente amaba a Jesús" y esta pesca milagrosa representa un paso adelante en su vida.
Primer paso: reconocerse a sí mismo como pecador
Después de ver que las redes casi se rompían a causa del gran número de peces, se arrojó a las rodillas de Jesús y le dijo: "Señor, aléjate de mí porque soy un pecador".
Éste es el primer paso decisivo de Pedro en el camino del discipulado, como discípulo de Jesús, acusarse a sí mismo: "Yo soy un pecador". El primer paso de Pedro es éste y también es el primer paso de cada uno de nosotros, si se quiere entrar en la vida espiritual, en la vida de Jesús, servir a Jesús, seguir a Jesús, debe ser éste, acusarse a sí mismo: sin acusarse a sí mismo no se puede caminar en la vida cristiana.
La salvación de Jesús no es cosmética sino que transforma
Pero hay un riesgo. Todos "sabemos que somos pecadores" pero "no es fácil" acusarnos de ser concretamente pecadores. "Estamos tan acostumbrados a decir: "Soy un pecador" - observa el Papa - pero de la misma manera que decimos: “Soy humano” o “soy un ciudadano italiano”. Acusarse a sí mismo es más bien sentir la propia miseria: "sentirse miserable", “mísero”, ante el Señor. Se trata de sentir vergüenza. Y es algo que no se hace con palabras sino con el corazón, es decir, es una experiencia concreta como cuando Pedro le dice a Jesús que se aleje de él, pecador: "se sentía verdaderamente pecador" y luego se sintió salvado. La salvación que "Jesús nos trae" necesita esta confesión sincera porque "no es una cosa cosmética", que cambia un poco tu rostro con "dos pinceladas": transforma pero, para que entre, hay que hacerle lugar con la confesión sincera de tus pecados, para que experimentes la maravilla de Pedro.
No hablar de los demás
El primer paso de la conversión es, por lo tanto, acusarse a sí mismo con vergüenza y sentir la maravilla de sentirse salvado. "Debemos convertirnos", "debemos hacer penitencia", exhorta al Papa invitando a reflexionar sobre la tentación de acusar a los demás:
“Hay personas que viven hablando de los demás, acusando a los demás y nunca pensando en sí mismos y cuando voy a confesarme, cómo me confieso, ¿como los loros? "Bla, bla, bla,... Yo hice esto, esto...". ¿Pero tu corazón toca lo que has hecho? Tantas veces, no. Vas allí para hacer cosmética, a maquillarte un poco para salir bello. Pero no entró completamente en tu corazón, porque no hiciste lugar, porque no fuiste capaz de acusarte a ti mismo”.
La gracia de sentirse como pecadores concretos
El primer paso es, pues, una gracia: que cada uno aprenda a acusarse a sí mismo y no a los demás:
“Una señal de que una persona no sabe, de que un cristiano no sabe cómo acusarse a sí mismo es cuando está acostumbrado a acusar a los demás, a hablar de los demás, a poner su nariz en la vida de los demás. Eso es una mala señal. ¿Yo hago esto? Es una buena pregunta para llegar al corazón. Pidamos hoy al Señor la gracia, la gracia de encontrarnos ante Él con este estupor que da su presencia y la gracia de sentirnos pecadores, pero concretos y decir como Pedro: "Aléjate de mí porque soy un pecador".
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