El Papa asiste a la tercera predicación de Cuaresma
María Fernanda Bernasconi – Ciudad del Vaticano
También este segundo viernes de marzo la capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico fue el escenario en el que el predicador de la Casa Pontificia ofreció su meditación en preparación a la Pascua. Y lo hizo a partir de la frase: “No se hagan una idea demasiado alta de ustedes mismos”, con la que el Apóstol Pablo, dirigiéndose a los romanos, exhorta a la humildad cristiana.
No se trata – dijo el Padre Cantalamessa – de recomendaciones de poca monta a la moderación y a la modestia; sino que a través de estas pocas palabras nos abre por delante todo el vasto horizonte de la humildad. Sí, porque junto a la caridad, “San Pablo concreta en la humildad el segundo valor fundamental, la segunda dirección en que se debe trabajar para renovar, en el Espíritu, la propia vida y edificar la comunidad”.
La humildad como sobriedad
El concepto decisivo que San Pablo introduce en el discurso en torno a la humildad – afirmó el Predicador – es el concepto de verdad. Dios ama al humilde porque el humilde está en la verdad; es un hombre verdadero, auténtico. Él castiga la soberbia, porque la soberbia, antes aún que arrogancia, es mentira. Todo lo que en el hombre no es humildad es mentira.
Y recordó que “al abajarse, el hombre se acerca a la verdad. A la vez que, como dice San Juan: “Dios es luz”, es verdad, y no puede encontrar al hombre sino en la verdad. Él da su gracia al humilde porque sólo el humilde es capaz de reconocer la gracia. A lo que destacó que Santa Teresa de Jesús escribió: “Me preguntaba un día por qué motivo el Señor ama tanto la humildad y me vino a la mente de repente, sin ninguna reflexión mía, que esto debe ser porque él es la suma verdad y la humildad es la verdad”.
¿Qué tienes que no hayas recibido?
A propósito de esta verdad sobre nosotros mismos, el Padre Cantalamessa afirmó que el Apóstol Pablo no nos deja en la vaguedad o en la superficie, puesto que algunas de sus frases lapidarias, contenidas en otras Cartas, y pero pertenecientes a este mismo orden de ideas, tienen el poder de escapar a toda “excusa” y hacernos ir realmente a fondo en el descubrimiento de la verdad.
Una de tales frases dice: “¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?”. Lo que significa que hay una sola cosa que no he recibido, que es sólo mía, y es el pecado. De ahí que la “justa valoración” de sí mismo – explicó el Predicador – sea “¡reconocer nuestra nada!”. ¡Es éste el terreno sólido, al que tiende la humildad!
Humildad y humillaciones
El Predicador también afirmó que no debemos engañarnos creyendo que hemos alcanzado la humildad sólo porque la palabra de Dios y el ejemplo de María nos hayan llevado a descubrir nuestra nada. Se ve hasta qué punto hemos llegado en materia de humildad – prosiguió – cuando la iniciativa pasa de nosotros a los demás, es decir, cuando ya no somos nosotros los que reconocemos nuestros defectos y errores, sino que son los demás los que lo hacen; cuando no sólo somos capaces de decirnos la verdad, sino también somos capaces de dejárnosla decir, con gusto, por otros. En otras palabras, se ve en los reproches, en las correcciones, en las críticas y en las humillaciones.
Hacia el final de su predicación, el Padre Cantalamessa recordó que cuando nos encontremos envueltos en pensamientos y aspiraciones de gloria humana, echemos en la mezcla de estos pensamientos, como una antorcha ardiente, la palabra que Jesús mismo utilizó y que nos dejó: “¡Yo no busco mi gloria!”. Y dijo que ella tiene el poder “casi sacramental” de realizar lo que significa, para disipar dichos pensamientos.
“La humildad – reafirmó – es una lucha que dura toda la vida y se extiende a cada aspecto de la vida. El orgullo es capaz de alimentarse tanto del mal como del bien y sobrevivir, por lo tanto, en cualquier situación y en cualquier clima. Más aún, a diferencia de lo que sucede con cualquier otro vicio, el bien, no el mal, es el caldo de cultivo preferido de este terrible virus”.
De manera que “la vanagloria es capaz de transformar en acto de orgullo nuestro mismo tender a la humildad”. Y con la gracia, “podemos salir vencedores también de esta terrible batalla”. ¿De qué manera? “Reconociendo humildemente – dijo el Predicador – que eres una nada soberbia. Así, Dios es glorificado también por nuestro propio orgullo”.
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