La alegría del amor en las familias es también la alegría de la Iglesia
Ciudad del Vaticano
La Liturgia de Apertura será una completa celebración a de la Oración de la Tarde. Titulada ‘Le chéile le Críost’ (juntos con Cristo), unirá a la Iglesia como familia de familias, dirigiéndonos a todos al maravilloso Encuentro Mundial de las Familias que culminará con la Misa Papal de cierre el sábado 26 de agosto.
Sexta Catequesis: la cultura de la esperanza
“Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón” (LC 2,51)
Jesús, María y José
en vosotros contemplamos
el esplendor del verdadero amor,
a vosotros, confiados, nos dirigimos.
Santa Familia de Nazaret,
haz también de nuestras familias
lugar de comunión y cenáculo de oración,
auténticas escuelas del Evangelio
y pequeñas Iglesias domésticas.
Santa Familia de Nazaret,
que nunca más haya en las familias episodios
de violencia, de cerrazón y división;
que quien haya sido herido o escandalizado
sea pronto consolado y curado.
Santa Familia de Nazaret,
que el próximo Sínodo de los obispos
haga tomar conciencia a todos del carácter
sagrado e inviolable de la familia,
de su belleza en el proyecto de Dios.
Jesús, María y José,
escuchad, acoged nuestra súplica.
Amén.
(Papa Francisco, Oración para el Sínodo sobre la Familia 25 marzo 2015)
A menudo, frente a los acontecimientos humanos repentinos, inesperados y sorprendentes en los que no podemos percibir ningún sentido lógico y del que no podemos sacar ningún bien, la reacción del corazón es la repulsión, la rebelión, para llegar a veces incluso a la exasperación, hundiéndose así en la ira más total. No hay ninguna persona en la tierra que pueda decir que su vida se lleva a cabo de acuerdo con los planes y programas deseados. Vivir se convierte en una eterna lucha, a menudo hecha de compromisos y equilibrismos, apretando los dientes para conquistar lo que a uno le parece que se merece. La palabra “esperar” en el lenguaje actual se convierte así en una ambición para alcanzar todo lo que desea el corazón, esperando tener éxito. Entonces es inevitable que surja esta pregunta: ¿Pero es posible que esperar signifique entrar en una vorágine de incertidumbre y al mismo tiempo de lucha continua por un ideal que todos los días ha de ser reafirmado y conquistado? ¿Vale la pena vivir la vida dedicándose totalmente a algo que siempre parece inalcanzable? Frente a esta lógica preponderante que habita y domina la tierra aparece la figura de María.
Ella, habiendo vivido el mismo e idéntico dinamismo de acontecimientos humanos, llegando incluso a tocar fondo, se sitúa en una perspectiva completamente diferente o, mejor dicho, completamente opuesta. Si miramos la historia de su vida transmitida por los relatos evangélicos, vemos que también María vive mucho más de lo que podía haber imaginado. De hecho, sus primeras palabras que conocemos son estas: “¿Cómo será esto?”. Tal vez en la creencia popular, se ha afirmado excesivamente una imagen de María dócil y condescendiente que acoge automáticamente el designio de Dios y los eventos que la vida le presenta. Uno olvida que ella también tiene un corazón humano y que, como criatura, se interroga, se pregunta a sí misma por el significado de su curso histórico personal.
Los Evangelios nunca dicen que María tenga respuestas claras y obvias a sus preguntas. Sin embargo, hay una cosa, que repite varias veces, y que expresa con esta frase: “Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón” (Lc 2,51). Ella, frente a acontecimientos inesperados, inimaginables e incluso a veces no deseados, muestra y enseña a todos el arte de conservar todo lo que sucede en su corazón. ¿Qué significa esto? Significa que todo lo que se vive en la vida no hay que descartarlo, todo lo contrario, todo debe conservarse completamente dentro de uno mismo, para que el significado de todo se aclare con el tiempo y se revele la grandeza del designio de Dios. Es ciertamente humano el no entender plenamente los acontecimientos de la vida.
Y es aún más humano sorprenderse. En cambio, es inhumano rechazar y tratar de olvidar todo lo que la vida pone ante nosotros. Aquí no queremos afirmar una especie de fatalismo divino, según el cual todo lo vivido ya está establecido y se hace comprensible para la mente limitada del hombre en el transcurso del tiempo. Esto significaría cancelar por completo la libertad humana. La historia de cada persona es, en cambio, la afirmación más grandiosa y extraordinaria de la libertad de la criatura humana. De hecho, el ángel Gabriel le pregunta a María por su disponibilidad personal al designio divino. Ella tiene libertad total para decir un “sí” o un “no”. El mismo dinamismo está presente en la historia de José. Dios nunca obliga a nadie a hacer algo, ni manipula los asuntos humanos desde arriba.
Si todo, entonces, se deja a la libertad del hombre, ¿de qué manera Dios entra e interactúa en su vida? El Papa Francisco siempre nos invita a buscar la luz en la Palabra de Dios, que «no se muestra como una secuencia de tesis abstractas, sino como una compañera de viaje también para las familias que están en crisis o en medio de algún dolor, y les muestra la meta del camino, cuando Dios “enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor” (Ap 21,4)» (AL 22). La Palabra es esencialmente una compañera de viaje para todos, no excluye a nadie. No hay ninguna situación conyugal y familiar crítica en la que la Palabra de Dios no pueda mostrar su cercanía y proximidad.
La pregunta fundamental, sin embargo, es: ¿Qué revela Dios con la luz de su Palabra? El Papa Francisco no habla de una explicación del significado de los acontecimientos humanos individuales, que es lo que uno tiene más tendencia a buscar. Destaca una sola cosa que es, al mismo tiempo, una certeza repetidamente afirmada en varios pasajes de la Escritura: “la meta del camino”. La cuestión fundamental de nuestro tiempo es precisamente ésta: ¿el hombre vive su vida sabiendo y mirando el punto de llegada de su peregrinación en el mundo? Cuando un arquero tira una flecha para alcanzar el objetivo, no le parece importante en qué posición ha de lanzar la flecha o qué camino tomará esta para alcanzar su meta. Ciertamente estos elementos son parte integrante del arte del tiro con arco, pero no son una parte esencial del mismo.
Sin embargo, lo más importante es alcanzar el objetivo. Hoy en día para muchas personas esto no funciona así. Se tiene, generalmente, una mayor tendencia a mirar el punto de partida degenerando a menudo en fáciles victimismos porque se ha nacido en contextos familiares no elegidos ni apreciados. Del mismo modo hay una gran tendencia por preocuparse más de lo que se está construyendo en la vida paso a paso, sin ni siquiera preguntarse a sí mismos o estar realmente interesados en dónde se terminará. Rara vez se vive mirando el objetivo de su propia vida. Parece absurdo, pero es la más concreta y común realidad. Sólo la Palabra divina es capaz de ofrecer una luz sobre la meta de la vida humana. Es precisamente a partir de este único punto de llegada que todos los acontecimientos humanos de la vida adquieren verdadero gusto y sabor.
De este modo, la esperanza significa algo mucho más grande y profundo: no preocuparse por los acontecimientos individuales según los cánones humanos, sino ver cómo en cada uno de los acontecimientos hay siempre una tensión hacia el verdadero destino último del hombre. ¿Cuál es, pues, el verdadero gimnasio de la cultura de la esperanza? Sólo la familia es el lugar original y primordial donde todo se convierte en pan cotidiano, empezando por la relación fundamental de los cónyuges. A este respecto, el Papa Francisco ofrece a las parejas una sugerencia bastante concreta: «Hay un punto donde el amor de la pareja alcanza su mayor liberación y se convierte en un espacio de sana autonomía: cuando cada uno descubre que el otro no es suyo, sino que tiene un dueño mucho más importante, su único Señor.
Nadie más puede pretender tomar posesión de la intimidad más personal y secreta del ser amado y sólo él puede ocupar el centro de su vida» (AL 320). El cónyuge no es y nunca debe ser la felicidad última de la propia existencia, sino que representa sólo el camino, ciertamente fundamental, que conduce a esta plenitud de vida: cuánta gracia, cuánta paz y cuánta alegría recibirían las parejas si vivieran su relación matrimonial según esta perspectiva más bien concreta. Buscar el gozo de la propia vida en el cónyuge es una mentira y al mismo tiempo el mayor peligro para un matrimonio. La persona con la que uno se casa no es el todo de la vida, sino el camino principal para llegar a ese Todo al que siempre hemos sido llamados.
La esperanza, vivida desde esta perspectiva, también se podrá afirmar en aquellas situaciones en las que ésta pueda parecer una palabra inapropiada e insignificante, especialmente cuando «la vida familiar se ve desafiada por la muerte de un ser querido» (Al 253). En un tal contexto «no podemos dejar de ofrecer la luz de la fe para acompañar a las familias que sufren en esos momentos. Abandonar a una familia cuando la lastima una muerte sería una falta de misericordia, perder una oportunidad pastoral, y esa actitud puede cerrarnos las puertas para cualquier otra acción evangelizadora» (Al 253). ¿Qué anuncio de esperanza podemos dar en estas situaciones dramáticas? Ciertamente, la presencia física del familiar «ya no es posible, pero si la muerte es algo potente, “es fuerte el amor como la muerte” (Ct 8,6).
El amor tiene una intuición que le permite escuchar sin sonidos y ver en lo invisible. Eso no es imaginar al ser querido tal como era, sino poder aceptarlo transformado, como es ahora. Jesús resucitado, cuando su amiga María quiso abrazarlo con fuerza, le pidió que no lo tocara (cf. Jn 20,17), para llevarla a un encuentro diferente» (Al 255). La muerte no es el jaque mate, la derrota de la existencia humana tal como a menudo es percibida por el mundo de hoy. Si, por un lado, recuerda el límite del hombre, por otro, nos proyecta más allá del mismo límite. De hecho, «si aceptamos la muerte podemos prepararnos para ella. El camino es crecer en el amor hacia los que caminan con nosotros, hasta el día en que “ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor” (Ap 21,4).
De ese modo, también nos prepararemos para reencontrar a los seres queridos que murieron. Así como Jesús entregó el hijo que había muerto a su madre (cf. Lc 7,15), lo mismo hará con nosotros. No desgastemos energías quedándonos años y años en el pasado. Mientras mejor vivamos en esta tierra, más felicidad podremos compartir con los seres queridos en el cielo. Mientras más logremos madurar y crecer, más cosas lindas podremos llevarles para el banquete celestial» (Al 258). No existe una dicotomía entre la vida terrenal y el más allá. No tiene sentido pensar en despreciar la vida terrenal con la convicción de ganarse el más allá; del mismo modo que es absurdo, en un intento de exorcizar la muerte, hacer que la vida presente sea el “todo” debido a la incertidumbre de lo que sucederá después (esta es la tendencia más común hoy en día).
Ambos estilos de vida son la distorsión del sentido profundo de vivir. Por esta razón, es necesario anunciar enérgicamente que todo lo humano que se vive en el hoy ya es santo y bendecido por Dios, y nunca ha de ser despreciado; sin embargo, no es toda nuestra vida, sino más bien el anticipo de ese eterno banquete celestial del que habla a menudo la Sagrada Escritura. Esto significa que este anticipo de alegría que la vida terrenal nos ofrece debe ser vivido íntegra y profundamente, porque es precisamente esta anticipación la que preparará adecuadamente a la persona para lo eterno. La mirada de la Iglesia debe entonces volverse con ternura a todas las familias heridas por la muerte de un ser querido. «Comprendo la angustia de quien ha perdido una persona muy amada, un cónyuge con quien ha compartido tantas cosas.
Jesús mismo se conmovió y se echó a llorar en el velatorio de un amigo (cf. Jn 11,33.35). ¿Y cómo no comprender el lamento de quien ha perdido un hijo? Porque “es como si se detuviese el tiempo: se abre un abismo que traga el pasado y también el futuro [...] Y a veces se llega incluso a culpar a Dios. Cuánta gente —los comprendo— se enfada con Dios”. “La viudez es una experiencia particularmente difícil [...] Algunos, cuando les toca vivir esta experiencia, muestran que saben volcar sus energías todavía con más entrega en los hijos y los nietos, y encuentran en esta experiencia de amor una nueva misión educativa [...] A quienes no cuentan con la presencia de familiares a los que dedicarse y de los cuales recibir afecto y cercanía, la comunidad cristiana debe sostenerlos con particular atención y disponibilidad, sobre todo si se encuentran en condiciones de indigencia”» (Al 254).
La Iglesia está llamada a proclamar, con fuerza y convicción, a todos ellos que la alegría no les ha sido arrebatada o robada, porque «todos estamos llamados a mantener viva la tensión hacia un más allá de nosotros mismos y de nuestros límites, y cada familia debe vivir en ese estímulo constante» (Al 325). No es una coincidencia que el Papa Francisco termine la Amoris laetitia con estas palabras para indicar que «la alegría del amor que se vive en las familias» (Al 1) (son las primerísimas palabras de esta misma exhortación) nos llama a la promesa de una gran alegría que nunca nos será quitada: «Caminemos familias, sigamos caminando. Lo que se nos promete es siempre más. No desesperemos por nuestros límites, pero tampoco renunciemos a buscar la plenitud de amor y de comunión que se nos ha prometido» (Al 325). La Iglesia está llamada a hacer que esta verdadera esperanza cristiana se convierta en la cultura del mundo de hoy: todo esto se experimenta, se realiza y se manifiesta sobre todo en la familia, en todas aquellas relaciones fundamentales en las que la experiencia básica del amor nos prepara al Amor eterno de Cristo, el Esposo, con quien todos nos reuniremos en la comunión de los santos.
En Familia
Reflexionemos 1. En nuestras familias, la palabra “esperanza” se atribuye a menudo al significado de satisfacer los propios deseos. ¿Es totalmente erróneo pensar así a la luz de la fe cristiana? 2. El lugar primordial y natural de la esperanza es la familia. ¿Qué significa esta afirmación, y qué hay que hacer para que esto se pueda implementar concretamente?
Vivamos 1. No existe ninguna familia que no viva el drama de la muerte de un ser querido. ¿Cómo podemos anunciar concretamente el verdadero y profundo sentido de la esperanza cristiana en tales contextos familiares? 2. ¿Cómo puede un padre que ha perdido prematuramente a un hijo o una persona que repentinamente ha perdido a su cónyuge convertirse en portador de la esperanza cristiana?
En Iglesia
Reflexionemos 1. Cuando se usa la palabra “esperanza”, a menudo se hace para indicar algo incierto o poco probable de alcanzar, y muestra un escepticismo total. Claramente, este no es el verdadero sentido cristiano de la esperanza. ¿Por qué existe esta diferencia de significado que a menudo predomina en las mentes y corazones de los cristianos? ¿Qué es lo que está llamada a hacer la Iglesia para anunciar la verdadera esperanza cristiana?
2. Hoy, en la evangelización de la Iglesia, rara vez se aborda la cuestión de la eternidad, del más allá, e incluso llega a ser un verdadero tabú. ¿Por qué sucede esto? ¿Qué es lo que ha fallado? ¿Qué habría que hacer?
Vivamos 1. El gran problema no consiste solamente en hablar de esperanza sino en vivir la esperanza. Concretamente, una comunidad cristiana ¿cómo puede vivir la esperanza en las diversas actividades pastorales?
2. La presencia de una persona en estado de viudedad o de una persona que ha perdido a un hijo prematuramente podría ser fundamental para el crecimiento y la madurez de las parejas que están haciendo un camino de preparación a la vida consagrada en el sacramento del matrimonio. ¿Cómo puede todo esto convertirse en una pastoral habitual de nuestras comunidades cristianas?
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