El Papa: La oración, caridad y ayuno pueden cambiar la historia
Renato Martinez - Ciudad del Vaticano
“Oh Señor, tú que ves en lo secreto y nos recompensas más allá de todas nuestras expectativas, escucha las oraciones de todos los que confían en ti, especialmente de los más humildes, de los más probados, de los que sufren y huyen bajo el estruendo de las armas. Devuelve la paz a nuestros corazones, da de nuevo tu paz a nuestros días. Amén”. Es la oración que elevó el Papa Francisco en su homilía – leída por el Cardenal Pietro Parolin, Secretario de Estado Vaticano, en la Basílica de Santa Sabina de Roma – durante la Santa Misa con el rito de bendición e imposición de las Cenizas, con el cual se da inicio al Tiempo de Cuaresma y Jornada de oración y ayuno por la paz en Ucrania.
La sed de alcanzar una recompensa
Como cada año, la celebración del Miércoles de Ceniza en la Basílica de Santa Sabina de Roma estuvo precedida por una procesión penitencial, con el canto de las letanías de los Santos desde la cercana iglesia de San Anselmo. El Cardenal Secretario de Estado, Pietro Parolin presidió la celebración en lugar del Santo Padre, quien a causa de una gonalgia aguda, es decir, un dolor agudo en la rodilla, no pudo presidir la Eucaristía y continúa con el periodo de reposo prescrito por el médico. En su homilía, el Pontífice recordó que, “normalmente, en el Miércoles de Ceniza nuestra atención se centra en el compromiso que requiere el camino de fe, más que en la recompensa a la que conduce. Sin embargo, hoy el discurso de Jesús vuelve siempre a este término, la recompensa, que parece ser el resorte principal de nuestra acción”.
La recompensa del Padre y la de los hombres
En este sentido, el Papa Francisco señaló que se pueden distinguir dos tipos de recompensa a la que puede aspirar la vida de una persona; por un lado, está la recompensa del Padre y, por otro, la recompensa de los hombres. La primera es eterna, es la verdadera y definitiva recompensa, el propósito de la vida. La segunda, en cambio, es transitoria, es un disparate al que tendemos cuando la admiración de los hombres y el éxito mundano son lo más importante para nosotros, la mayor gratificación. Pero es una ilusión, es como un espejismo que, una vez alcanzado, nos deja con las manos vacías. Los que buscan la recompensa del mundo nunca encuentran la paz, ni saben tampoco cómo promoverla.
Una medicina para curar la enfermedad de la apariencia
Es por ello que, el rito de la ceniza, que recibimos sobre la cabeza, afirmó el Santo Padre, tiene por objeto salvarnos del error de anteponer la recompensa de los hombres a la recompensa del Padre. Este signo austero, que nos lleva a reflexionar sobre la caducidad de nuestra condición humana, es como una medicina amarga pero eficaz para curar la enfermedad de la apariencia. Es una enfermedad espiritual, que esclaviza a la persona, llevándola a depender de la admiración de los demás. Es una verdadera “esclavitud de los ojos y de la mente”, que lleva a vivir bajo el signo de la vanagloria, de modo que lo que cuenta no es la limpieza del corazón, sino la admiración de la gente; no la mirada de Dios sobre nosotros, sino cómo nos miran los demás. Y no se puede vivir bien contentándose con esta recompensa.
Atención a la carcoma de la autosatisfacción
Incluso la oración, la caridad y el ayuno, subrayó el Papa Francisco, pueden volverse autorreferenciales. En cada gesto, inclusive en el más bello, puede esconderse la carcoma de la autosatisfacción. Entonces el corazón no es completamente libre porque no busca el amor al Padre y a los hermanos, sino la aprobación humana, el aplauso de la gente, la propia gloria. Y todo puede convertirse en una especie de fingimiento ante Dios, ante uno mismo y ante los demás. Por eso la Palabra de Dios nos invita a mirar dentro de nosotros mismos, para ver nuestras hipocresías.
La mundanidad es como el polvo
La ceniza, indicó el Pontífice, saca a la luz la nada que se esconde detrás de la búsqueda frenética de recompensas mundanas. Nos recuerdan que la mundanidad es como el polvo, que un poco de viento es suficiente para llevársela. Hermanas, hermanos, no estamos en este mundo para perseguir el viento; nuestros corazones tienen sed de eternidad. La Cuaresma es un tiempo que el Señor nos da para volver a la vida, para curarnos interiormente y caminar hacia la Pascua, hacia lo que permanece, hacia la recompensa del Padre. Es un camino de curación. No para cambiar todo de la noche a la mañana, sino para vivir cada día con un espíritu nuevo, con un estilo diferente. Este es el propósito de la oración, la caridad y el ayuno.
Redescubramos el diálogo íntimo con el Señor
Es por ello, señaló el Papa Francisco, la oración humilde, hecha «en lo secreto», en el recogimiento de la propia habitación, se convierte en el secreto para hacer que la vida florezca hacia afuera. Es un cálido diálogo de afecto y confianza, que reconforta y abre el corazón. Especialmente en este período de Cuaresma, oremos mirando el Crucifijo: dejémonos invadir por la conmovedora ternura de Dios y pongamos en sus llagas nuestras heridas y las del mundo. No nos dejemos llevar por la prisa, estemos en silencio ante Él. Redescubramos la fecunda esencialidad del diálogo íntimo con el Señor. Porque a Dios no le gustan las cosas ostentosas, sino que le gusta dejarse encontrar en lo secreto. Es “el secreto del amor”, lejos de toda ostentación y de tonos llamativos.
El ayuno no es una dieta
Por último, el Santo Padre dijo que, el ayuno no es una dieta, sino que más bien nos libera de la autorreferencialidad de la búsqueda obsesiva de bienestar físico, para ayudarnos a mantener en forma no el cuerpo sino el espíritu. El ayuno nos reconduce a darle a las cosas su valor correcto. En concreto, nos recuerda que la vida no debe estar sujeta a la escena pasajera de este mundo. El ayuno no debe limitarse sólo a la comida; en Cuaresma debemos ayunar, sobre todo, de lo que nos hace dependientes; que cada uno reflexione sobre esto, para hacer un ayuno que realmente tenga un impacto en la vida concreta de cada uno.
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