Un cristiano convertido en Papa que nos recuerda la esencia del Evangelio
El 8 de febrero de 1970, en su primera homilía como Patriarca de Venecia en la Basílica de San Marcos, Albino Luciani repitió las palabras que había dicho once años antes a los fieles de Vittorio Veneto cuando se convertió en su obispo: "Dios, algunas cosas grandes, a veces ama escribirlas no en el bronce o en el mármol, sino en el polvo, de modo que si la escritura permanece, no descompuesta o dispersada por el viento, es evidente que el mérito es totalmente y sólo de Dios. Yo soy el polvo: el cargo de Patriarca y la diócesis de Venecia son las grandes cosas unidas al polvo; si algún bien saldrá de esta unión, está claro que todo será mérito de la misericordia del Señor'. En estas palabras, "soy polvo", está el gran secreto de la vida cristiana que Albino Luciani testimonió a lo largo de su existencia.
La santidad de Juan Pablo I -un cristiano que se convirtió en Papa el 26 de agosto de 1978 y que hoy, 44 años después, se convierte en beato- es la sencilla historia de un hombre que en cada paso de su vida confió en Dios y se encomendó a Él. Y esta confianza prosperó en la conciencia de su propia pequeñez. "Sin mí no podéis hacer nada", dijo Jesús a sus amigos. "¡Apártate de mí, Satanás!", le ordenó el Nazareno a Pedro, después de que éste le reprochara haber preanunciado su pasión y muerte. Se trata de dos valiosas indicaciones, que Albino siguió durante toda su existencia. La gracia de reconocerse pecador, necesitado de todo; la gracia de no contar con las propias fuerzas, con la propia habilidad, con las propias estrategias, sino con la ayuda y la presencia de ese Otro, han permitido al sacerdote, al obispo y al Papa dar testimonio del rostro de una Iglesia serena y confiada. Una Iglesia que vive el Evangelio en la vida cotidiana y que no necesita fuegos artificiales para demostrar que existe. Una Iglesia capaz de llevar cercanía, consuelo y esperanza a todos, empezando por los más pequeños, los más pobres, los excluidos y los impresentables.
"Por la medida de la humildad conocemos nuestro progreso espiritual", decía San Francisco de Sales, el santo favorito de Luciani. Para él, un hombre de gran cultura y preparación capaz de hablar de forma sencilla y coloquial, haciéndose entender por todos, era así. El reconocimiento de los altares para este hijo de la Iglesia veneciana, ajeno a cualquier protagonismo, que nunca había aspirado a cargos destacados y que, antes de ser elegido casi por unanimidad en el cónclave, meditaba marcharse como misionero a África una vez cumplida la edad canónica de renuncia a Venecia, es un signo de esperanza para todos. Porque, como ha reiterado la vicepostuladora de la causa de canonización, Stefania Falasca, no es el Papa ni su pontificado lo que hay que beatificar, sino un cristiano que se adhirió al Evangelio con todo su ser, reconociéndose como "polvo". Un cristiano que rezando cada día: 'Señor, tómame como soy y hazme como quieres que sea', se convirtió en el instrumento a través del cual el Dios de la misericordia escribió páginas hermosas y hoy más relevantes que nunca, para la Iglesia y para el mundo.
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