En el Gemelli las caricias de los niños al Papa Francisco
Edoardo Giribaldi - Roma
«¡Vuelve con nosotros!», «¡Vuelve con nosotros!».
No es un libro, ni una PlayStation, como habían sugerido hace unos días los pequeños pacientes del Hospital Infantil Bambino Gesù. El regalo que los niños han elegido para el Papa Francisco hoy, 16 de marzo, es una caricia. Un gesto tierno, pero poderoso, llevado por el aliento de sus voces, casi «gritadas» -para asegurarse de que lleguen- desde la explanada del Policlínico Gemelli, donde el Pontífice está hospitalizado desde el 14 de febrero. Se invierte así la perspectiva, como constata una madre presente para acompañar a sus dos hijas. Si en un tiempo fue el Papa Juan XXIII, en su famoso «Discurso de la Luna», quien pidió a los adultos que llevaran una caricia a los más pequeños, hoy son los niños quienes la ofrecen. Con sus manos frágiles pero seguras, con esa alegría límpida que es «salud para el alma».
Afecto cautivador
A las 11:30, media hora antes de que se emitieran las palabras del Ángelus, un abrazo de voces y colores envolvió el monumento dedicado a Juan Pablo II, titulado «No tengan miedo». Animando la mañana que alternaba algunas gotas de lluvia con un sol que asomaba entre las nubes -organizada por el Comité Pontificio para la Jornada Mundial de los Niños, dirigido por el padre Enzo Fortunato-, un mosaico de realidades se estrechaba alrededor del Pontífice: de las Escuelas de la Paz de la Comunidad de San Egidio a los niños de las escuelas católicas de Fidae, de los scouts de la asociación Castorini a los niños de los budistas italianos. Con ellos, también los pequeños de la cooperativa Auxilium, las casas familia vinculadas al hospital Bambino Gesù de Roma, junto a delegaciones de Unicef y de la Orden de la Sonrisa. «El Papa ayuda a todos», «la escuela católica te aplaude», las pancartas que llevaron al Gemelli.
De la mano
Los pequeños protagonistas llegaron de la mano -al final serán unos trescientos-, entrelazados como hilos de una misma historia. Los niños con sus padres, los pequeños junto a los más grandes. Y luego están los abuelos, custodios de la memoria y la ternura, de ese vínculo que es «aire limpio», un soplo de confianza, hecho de miradas y pequeños gestos. Como el de un niño que aprieta su dibujo y, antes de depositarlo a los pies de la estatua del Papa Wojtyla, se lo enseña a su abuela: ella sonríe, levanta el pulgar en señal de aprobación. La imagen de Francisco, con el brazo levantado en señal de saludo y una amplia sonrisa, casi de dibujo animado, pero genuina, se une a una larga serie de dibujos y cartas.
«¡Papa Francisco, Papa Francisco!»
Es el coro de voces que se eleva a mediodía, cuando el padre Fortunato invitó a la oración del Ángelus. Entre un globo blanco que revolotea y otro dorado que escapa de sus manos y se eleva hacia el cielo, se leen mensajes de afecto al Pontífice. Luego, en el recogido silencio de la oración, resuenan las palabras que el Papa ha querido dedicarles en el texto entregado para la ocasión:
Responde una explosión de alegría, como el rugido de un estadio: no es una caricia, quizá, pero es amor puro y espontáneo, el lenguaje contundente de la infancia. Finalmente, el último gesto: un grupo de niños, acompañados por monseñor Claudio Giuliodori, asistente general eclesiástico de la Universidad Católica del Sagrado Corazón, deposita un ramo de flores blancas en la pequeña capilla de los Gemelli. Con él, una cartita, tan sencilla como profunda, como sólo un niño sabría escribirla:
«Virgencita, haz que el Papa Francisco esté bien».
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