Benedicto XVI: la fuerza y la bondad
Ciudad del Vaticano – Andrea Monda
1858, 1929, 2013, una extraña serie de números que en común sólo tienen otros números, el 11 y el 2, es decir, el 11 de febrero; una, es más, tres fechas en la época de la historia de la Iglesia: las apariciones de Lourdes, los Pactos lateranenses y la dimisión de Benedicto XVI. Quizá sea, precisamente, esta tercera fecha la que permanecerá durante más tiempo en la historia de la Iglesia, la fecha de aquel gesto revolucionario.
Sería un error reducir el entero pontificado, de ocho años, de Joseph Ratzinger al acontecimiento del 11 de febrero de 2013, pero permanece el hecho de que la historia de la Iglesia encuentra en aquel acto un punto de inflexión, un viraje, un "cambio de época", para decirlo con las palabras del Papa Francisco. La época en que Benedicto cerró con su renuncia al trono de Pedro, es la época del siglo XX, el siglo breve y terrible de las dos guerras mundiales y de los grandes genocidios; un siglo que comenzó en el corazón de Europa el 28 de junio de 1914 con el asesinato de Francisco Fernando en Sarajevo y con el estallido de la Gran Guerra, guerra de poder, y concluido el 11 de febrero de 2013, cuando el último monarca absoluto en vida, el apacible alemán Joseph Ratzinger, renunció al poder.
Probablemente sobre la memoria de Benedicto prevalecerá la de su santo predecesor y la de su volcánico sucesor, pero es cierto que tanto Juan Pablo II como Francisco no habrían podido ser lo que han sido y son sin la presencia fuerte y discreta de Joseph Ratzinger. Y ambos lo han reconocido, varias veces. Francisco lo ha dicho a menudo, hace tan sólo unos días, al regresar de su viaje a los Emiratos Árabes, respondiendo a las preguntas de los periodistas (inevitable la del tema de los abusos, el periodismo a menudo peca de fantasía), ha querido subrayar que "Benedicto XVI tuvo el valor de hacer tantas cosas sobre este tema. [...] El folklore lo muestra como débil, pero de débil no tiene nada. Es un hombre bueno, un pedazo de pan, pero es un hombre fuerte".
Hermoso subrayado que nos recuerda algo tan cierto, que a los hombres, a menudo emperezados por la fuerza de la costumbre, puede resultar falso o al menos paradójico: que la fuerza y la bondad caminan juntas, alimentándose recíprocamente.
Viene a la mente el comienzo de Blanco sobre negro, de Rubén Gallego: “Los protagonistas de este libro son personas fuertes, muy fuertes. Sucede con frecuencia que haya que ser fuertes. Y buenos. No todos pueden permitirse el lujo de ser buenos, no todos son capaces de superar la barrera de la incomprensión general. Demasiado a menudo la bondad pasa por debilidad. Y es algo triste”.
Y después está la extraordinaria figura del león Aslan de las Crónicas de Narnia, creada por la imaginación de C. S. Lewis, que une en sí mismo la majestad con la bondad, la fuerza con la misericordia, inspirando al mismo tiempo temor y confianza.
Para llevar a cabo el gesto que Benedicto XVI hizo hace seis años se requiere un “entrenamiento”, el de toda una vida, una vida gastada para hacer crecer juntas la fuerza y la bondad; en pocas palabras, se necesita coraje, un coraje de leones.
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