La Biblioteca y el Archivo Apostólico reabren para los estudiosos el 1 de junio
por José Tolentino de Mendonça
La memoria es una dimensión fundante común para las religiones bíblicas: La Eucaristía, el sacramento del que procede la Iglesia, es una celebración memorial del don de Jesús a la humanidad «Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía». Lucas 22, 19); el Shemá, la oración central de la liturgia judía, presenta la memoria como condición esencial de la santidad («Así se acordarán de cumplir mis mandamientos, y serán santos para su Dios», Números 15, 40). Recordar, en definitiva, es un mandamiento de salvación para judíos y cristianos, que a través de él se abren a esa posición de escucha (Shemá Israel: «¡Escucha, [o] Israel!»), que descentraliza al hombre de sí mismo, de la mortífera ilusión de considerar la propia experiencia como un todo, como un absoluto, que satura la condición humana a una dimensión autosuficiente y exclusiva, que no deja espacio para el otro, para los otros y para el Otro.
Precisamente porque no es una externalización de un contenido preestablecido sino una expresión de escucha incesante, esta memoria es mesiánica, orientada al futuro. La memoria del creyente no es una nueva proposición identitaria y tautológica de lo ya dicho, ya hecho, ya sabido, sino una escucha de una donación redentora que atraviesa la historia para sanarla del mal y la violencia inscritos en la experiencia humana, y por ello encuentra en el pasado la promesa que es garantía de su propio futuro. El creyente no recuerda por nostalgia de un bien perdido, sino por deseo de un bien que siempre le ha venido al encuentro en la historia, que hace de su vida un camino de incesante desprendimiento del ya, en la acogida del todavía no. La memoria del creyente es, paradójicamente, no retrospectiva sino perspectiva, una fuente de transformación y no de estasis, de renovación y no de repetición. Esta memoria, en efecto, y éste es el tercer aspecto que la califica junto con la escucha y su orientación mesiánica hacia el futuro, no es un "quedarse viendo" pasivo, una contemplación inerte de la "perfección" de lo que ha sucedido de una vez por todas y que no puede ser cambiado, sino que es, más bien, un hacer: "pongan en práctica"; "hagan esto". La memoria se pone en marcha, es laboriosa, nos hace salir de nosotros mismos para formar parte consciente y responsablemente de ese excedente con respecto al individuo y al grupo, que es el ser común de la familia humana - el ser persona y comunidad -, configurado en el compromiso de gratitud y generosidad que emana de reconocernos como interdependientes, de ello y de aquellos que nos preceden, nos acompañan, nos siguen: nacer y morir son una condición extrema de entrega, a los que nos acogen en este mundo y a los que custodian nuestro después. Pero también la búsqueda de la sabiduría, la sed de verdad, el estudio vivido como una práctica obstinada de hospitalidad, nos inscriben en el campo semántico y existencial de la acogida.
Escucha, apertura al futuro, compromiso laborioso. En qué medida estas tres dimensiones son cruciales para el buen ejercicio de la misión es bien sabido por quien está al servicio de una biblioteca o de un archivo, lugar de recogida, custodia y transmisión de ese recurso indispensable para la memoria colectiva que es el testimonio escrito. "Lugar social", según la poderosa designación de Michel de Certeau, estas instituciones son mucho más que un espacio físico, un contenedor neutro, un distribuidor automático de documentación, constituyéndose más bien una encrucijada polifónica de instancias, funciones, preocupaciones, obligaciones, intereses y oportunidades - materiales, culturales, científicas, espirituales - cuya mediación no siempre es fácil, nunca está preestablecida, cuya medida de éxito o inadecuación está determinada por múltiples factores subjetivos y objetivos, a veces totalmente incontrolables.
Cuando a finales de febrero se celebró la jornada de estudio sobre la apertura a los estudiosos de los documentos del pontificado de Pío XII recogidos en los archivos de la Santa Sede, ninguno de nosotros previó que este paso, de importancia histórica y de gran impacto público, se vería súbitamente suspendido por una crisis sin precedentes como la de la pandemia de coronavirus. La emergencia sanitaria nos obligó primero a cerrar tanto la Biblioteca como los Archivos Apostólicos a los estudiosos, colocando a la mayoría de nuestro personal en un régimen de teletrabajo, y ahora nos obliga a una reapertura gradual y limitada, como la buena práctica exige para el reinicio de hoy.
Este cierre imprevisible fue, naturalmente, un dolor para la Biblioteca Apostólica y los Archivos y para sus estudiosos, llegando a mortificar repentinamente - en el caso de los Archivos - una dinámica particularmente intensa de expectativas y atención, asociada a un nudo historiográfico cuya relevancia se reconoce mucho más allá del estrecho círculo de la comunidad científica. Como todos sabemos, sin embargo, cada crisis puede ser una oportunidad, y esto es particularmente válido para una realidad como la nuestra, que reside en la conciencia histórica de la Iglesia con la aspiración de hacer de ella un bien público para toda la humanidad.
Esta pandemia, que se ha extendido por todo el mundo, sin detenerse ante las fronteras políticas, económicas y culturales, ha reabierto violentamente los ojos de una sociedad enceguecida por su propia performatividad tecnológica y estructural, sobre la vulnerabilidad intrínseca a la condición humana, evidencia jamás extinguida a nivel individual, pero que decrece a nivel colectivo. Todos nos hemos encontrado más frágiles, más pobres, más indefensos, en una condición sin precedentes que requiere una humildad adicional, el reconocimiento de que muchas de nuestras certezas son un valor precioso, pero también vulnerable, que el ejercicio de nuestro conocimiento y nuestro poder son una sucesión de reaperturas y de nuevas partidas.
La memoria, individual y colectiva, es también colección de este incesante replantearse, purificarse, levantarse y volver a empezar. Los hombres del pasado, dijo Michel de Certea aún, en una página inolvidable sobre la estructura del pasado histórico, "salen de su noche sin que sea realmente posible designarlos". Un mundo entero se dibuja en ellos. Pero [...] entre ellos y nosotros, los historiadores, se produce una ruptura que hace problemática la evidencia (postulada al principio) de una homogeneidad necesaria para la comprensión (Histoire et psychanalyse entre science et fiction, Gallimard 2016, p. 223). El pasado siempre sorprende al verdadero historiador, así como el presente sorprende a los contemporáneos, rediseñando conocimientos y certezas. Es esto lo que hace instituciones seculares como aquellas vaticanas, aventuras apasionantes, que pueden incendiar los espíritus de los que descienden a esta mina del saber y la memoria para enfrentar la lucha con el documento, como dice Marc Bloch. Sin embargo, si la búsqueda de la verdad puede dividir, en la multiplicidad de recorridos y etapas de su elaboración, el encuentro con ella une y reconcilia a los individuos y a las comunidades, en la fundación de esa profunda comunión del ser humano, que sólo lo verdadero manifiesta y garantiza.
La escucha como servicio a la memoria, la apertura al futuro como ejercicio concreto de esperanza, el compromiso activo como responsabilidad, son los principios que nos permiten encontrarnos con confianza mutua y auténtica fraternidad, sabiendo que todos estamos más medidos por la verdad que por sus medidores definitivos: «Así como tú me enviaste al mundo, yo también los envío al mundo. Por ellos me consagro, para que también ellos sean consagrados en la verdad». (Juan 17, 18-19).
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