¿Con qué mirada volveremos a encontrarnos?
FEDERICO LOMBARDI
Estuve leyendo en estos días la afirmación de un pensador ruso: “¡La simple relación entre la gente es la cosa más importante del mundo!”. Me hizo recordar una linda canción llena de alegría de hace algunas décadas, lanzada por un simpático movimiento de jóvenes que promovía la amistad y la fraternidad entre los pueblos: "¡Viva la gente!”. Alguien ciertamente la recuerda. Hablaba de las muchas personas que encontramos cada mañana de camino al trabajo. Decía entre otras cosas: “Si más gente mirara a la gente con favor, tendríamos menos gente difícil y más gente de corazón...”, e inspiraba muchos sentimientos sabios y positivos. Había pensado en ello muchas veces en los últimos años, caminando por la calle, encontrándome con muchas personas ocupadas y como cerradas en sí mismas, y muchas otras con cables que les salían de las orejas, que estaban completamente concentradas en la pantalla de su teléfono celular o hablaban al aire en voz alta quién sabe con quién, sin consideración hacia las personas que estaban en el autobús a unos pocos centímetros de ellos. Me parecía que el gusto de mirar a los demás con benevolencia y atención se estuviera volviendo más raro y la intrusión cada vez más penetrante de las nuevas formas de comunicación en la vida cotidiana nos las hacía casi extrañas.
Después de varias semanas encerado en casa siento un gran deseo de volver a encontrarme con diferentes caras por la calle. Espero que tarde o temprano, a su debido tiempo, esto pueda suceder también sin mascarilla y sin divisorios de plexiglás, y espero poder intercambiar una palabra cordial con ellas, o incluso sólo una sonrisa sincera. Muchos de nosotros en los últimos meses hemos experimentado con sorpresa positiva las posibilidades que ofrece la comunicación digital y esperamos poder aprovecharlas también en el futuro, pero con la extensión del aislamiento nos hemos dado cuenta de que no son suficientes.
¿Cómo volveremos pasado mañana a encontrarnos por la calle o en el metro? ¿Seremos capaces de repoblar los espacios comunes de nuestras ciudades con serenidad? ¿Estaremos condicionados por el miedo y la sospecha, o con la ayuda de la esperada sabiduría de los científicos y los gobernantes sabremos equilibrar la justa prudencia con el deseo de reencontrar y volver a tejer esa calidad de vida cotidiana que – como decíamos al principio – “es la cosa más importante del mundo”, el tejido mismo del mundo humano? ¿Nos daremos cuenta (más o menos que antes) que somos una familia humana en camino en la casa común que es nuestro único planeta Tierra?
Ahora que la pandemia nos habrá hecho experimentar un aspecto problemático de la globalización de la que todos deberemos tener en cuenta en el futuro, ¿sabremos redescubrir el ímpetu de la fraternidad entre los pueblos más allá y por encima de las fronteras, la acogida benévola y curiosa de la diversidad, la esperanza de vivir juntos en un mundo de paz?
¿Cómo viviremos nuestro cuerpo y cómo veremos los cuerpos de los demás? ¿Una posible forma de contagio, un riesgo del que hay que estar en guardia, o la expresión del alma de una hermana o de un hermano? Porque esto es, en el fondo, todo cuerpo humano: la manifestación concreta de un alma, única, digna, preciosa, criatura de Dios, imagen de Dios... ¡Qué maravilloso es el timbre de su voz, el ritmo de sus pasos, especialmente la sonrisa de los seres queridos!... Pero además ¿esto no debería valer para todas las personas que encontramos? Entonces, ¿recuperar la libertad del coronavirus nos ayudará a liberarnos de los otros virus del cuerpo y del alma que nos impiden ver y encontrar el tesoro que está en el alma del otro, o nos habremos vuelto aún más individualistas?
La tecnología digital puede mediar y acompañar útilmente nuestra relación, pero la presencia física mutua de las personas, de sus cuerpos como transparencia de las almas, su proximidad y su encuentro, siguen siendo el punto de partida y de referencia original de nuestra experiencia y de nuestro camino. Jesús no fue una manifestación virtual de Dios, sino su encarnación, precisamente para que pudiéramos encontrarlo – ¿y quién no es pobre de alguna manera, lo sepa o no? – y que en el rostro del otro podamos y debamos saber reconocer el suyo.
¿Con qué ojos, con qué corazón, con qué sonrisa volveremos a caminar por las calles y a cruzarnos en el camino de tantas personas, que aunque aparentemente desconocidas al final de estos meses nos faltado, y que, como nosotros, han sentido el deseo de volver a encontrarnos en los caminos cotidianos de la vida, de nuestro mundo común?
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