Confesión personal desde el fondo de mi corazón
ANDREA TORNIELLI
Tal como había prometido, Benedicto XVI finalmente ha hablado. Ha hablado como cristiano. Un cristiano que ahora tiene casi 95 años, que vive los últimos años de su larga vida cada vez más frágil de cuerpo, con una voz débil y una mente lúcida, y que se ha encontrado de nuevo en el centro de acusaciones y polémicas. La respuesta, breve y sentida, nace de su profunda fe. Ratzinger ha tomado el acto penitencial de la Misa diaria como punto de partida para su personal y conmovedora "confesión". Al comienzo de cada liturgia Eucarística, celebrante y fieles repiten el "mea culpa" que termina con las palabras "mi grandísima culpa". Es la conciencia de ser pecadores y, por tanto, necesitados de implorar misericordia y perdón. Es una actitud "penitencial" alejada tanto del triunfalismo que considera a la Iglesia un poder terrenal, como del estilo corporativista que reduce su vida a la organización, la estructura y las estrategias. Una actitud alejada también de la actitud generalizada de juzgar siempre a los demás y sus culpas, en lugar de cuestionarse por los propios.
Como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger libró una batalla contra los abusos del clero a principios del nuevo milenio. Como Papa, ha promulgado leyes muy duras para combatir esta abominable plaga. Pero en su carta no recuerda ni afirma nada de esto.
Los días siguientes a la publicación del informe le sirvieron para hacer un "examen de conciencia" y una "reflexión" personal sobre lo ocurrido. El Papa emérito dice que miró a los ojos "las consecuencias de una grandísima culpa" en el encuentro con aquellos que habían sido abusados, y de haber aprendido que "nosotros mismos somos arrastrados a esta grandísima culpa cuando la descuidamos o cuando no la afrontamos con la necesaria decisión y responsabilidad, como demasiadas veces ha sucedido y sucede". Expresa su "profunda vergüenza", "gran dolor" y "sincera petición de perdón" por todos los abusos y errores, incluidos los que se produjeron durante su mandato en los respectivos lugares en los que sirvió, en Alemania y Roma. Escribe, sin retirarse, que él mismo se siente interpelado por la actitud de los que todavía hoy subestiman el fenómeno, es decir, los que duermen, como los apóstoles durmieron en el Monte de los Olivos, dejando a Jesús solo para orar y sudar sangre ante el abismo del pecado. Pide a los "hermanos y hermanas" que recen por él.
Las de Benedicto XVI en la carta son las palabras de un anciano desvalido, que intuye que se acerca el encuentro con el Dios cuyo nombre es misericordia. Son las palabras de un "humilde trabajador de la viña del Señor", que pide sinceramente perdón sin escapar a la concreción de los problemas e invita a toda la Iglesia a sentir como propia la herida sangrante de los abusos.
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