La oficina del Auditor General
Alessandro De Carolis – Ciudad del Vaticano
Es una de las estructuras vaticanas resultantes de las reformas en el ámbito económico-administrativo iniciadas por el Papa Francisco al comienzo de su ministerio. Instituida en 2014 y activa desde 2015, la Oficina del Auditor General (OAG) responde por estatuto directamente al Pontífice y tiene como misión ordinaria la de contribuir a la gestión correcta y transparente de los bienes de la Santa Sede. Los detalles de esta tarea los ofrece precisamente su responsable, el Auditor General, Alessandro Cassinis Righini.
Encargada por el Papa Francisco en el marco de la reorganización de la estructura económica de la Santa Sede, su oficina se ocupa de auditar la compleja maquinaria financiera y administrativa del Vaticano. ¿Qué razones impulsaron al Papa a crear esta figura? ¿Cuáles son los objetivos fundamentales de la actividad del auditor y, en general, de la reforma emprendida por el Pontífice?
En febrero de 2014, el Papa decidió, con el Motu proprio Fidelis dispensator et prudens, poner en marcha las llamadas reformas económicas mediante la creación de tres nuevos organismos: el Consejo para la Economía, la Secretaría para la Economía (SpE) y el Auditor General. Este fue el resultado del trabajo de la Comisión para el estudio y la orientación de la organización de la estructura económico-administrativa de la Santa Sede, establecida por el Papa un año antes.
En aquel momento yo no trabajaba en la Santa Sede y, por lo tanto, no fui testigo de la génesis de estas decisiones, pero su razón está indicada de modo excelente en el citado Motu proprio, a saber, “la responsabilidad que tiene de salvaguardar y gestionar diligentemente los bienes [de la Santa Sede], a la luz de su misión evangelizadora y con particular solicitud hacia los necesitados”.
Para alcanzar este objetivo se adoptaron esencialmente dos criterios intrínsecamente ligados: por un lado, hacer más transparente la gestión económica de la Santa Sede y del Estado de la Ciudad del Vaticano y, por otro, hacerlo dotándose de nuevas estructuras que funcionen con referencia a las mejores prácticas internacionales.
Estos dos criterios están también en la base de todas las reformas económicas que se han sucedido: desde la formulación en febrero de 2015 de los Estatutos que regulan el funcionamiento del Consejo para la Economía, de la Secretaría para la Economía y la Oficina del Auditor General (OAG), hasta el Motu proprio de diciembre de 2020 “Sobre algunas competencias en materia económica-financiera”, que centraliza la gestión del patrimonio en la APSA (Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica), bajo el control de la Secretaría para la Economía.
La Oficina del Auditor General en este marco de reformas ha visto varios pasajes, porque Ecclesia semper reformanda (la Iglesia siempre ha de estar en proceso de reforma). Ella tiene esencialmente la tarea de vigilar el cumplimiento de las normas administrativas y contables emanadas de la Secretaría para la Economía. Para llevar a cabo sus tareas de la mejor manera posible, la OAG es un dicasterio independiente, que responde solo al Pontífice, aunque colabora con los demás organismos económicos, empezando por la Secretaría para la Economía y teniendo una relación funcional con el Consejo para la Economía. Creo que es importante comprender esto: después de más de seis años desde el inicio operativo de sus actividades, en otoño de 2015, nos damos cuenta de cuántas personas dentro del mundo vaticano no conocen nuestro papel o piensan que somos una oficina dependiente de otros dicasterios. La autonomía y la independencia son, por el contrario, características fundamentales de las que gozan todas las Supreme Audit Institution (entidades fiscalizadoras superiores) del mundo para responder mejor a su misión.
En la realización de sus actividades de auditoría, la Oficina del Auditor General adopta los criterios de revisión emitidos por la INTOSAI (Organización Internacional de Entidades Fiscalizadoras Superiores). Esto se debe a que, tal y como establecen sus estatutos, la OAG debe atenerse a las mejores prácticas internacionales.
Hace dos años, el Pontífice promulgó un nuevo Estatuto de la Oficina del Auditor General, introduciendo una serie de cambios respecto al de 2015, que era ad experimentum, suprimiendo la figura de los auditores adjuntos, reforzando los poderes de control de la OAG y otorgándole además las funciones de “Autoridad Anticorrupción”. ¿Qué han supuesto estos cambios para su trabajo?
Creo que este paso fue muy importante y se deriva, esencialmente, del hecho de que en octubre de 2016, es decir, después de la creación de la Oficina del Auditor General, la Santa Sede decidió adherirse a la Convención de Mérida contra la Corrupción. Esta Convención prevé, entre otras cosas, que cada Estado parte cuente con uno o más órganos anticorrupción. Cuando se adhirió a la Convención, la Santa Sede había designado a la OAG como su Autoridad Anticorrupción, pero era necesario codificar esta tarea en la legislación interior.
Sin embargo, más allá, o más bien por encima, de este pasaje normativo, existe una conciencia cada vez mayor de que la corrupción, un concepto amplio sobre el que no es posible detenerse aquí, no es un fenómeno ajeno a la realidad en la que trabajamos. No creo que hagan falta más palabras para explicar por qué el Papa, que siempre está tan dispuesto a poner de relieve, yo diría que a diario, el escándalo de la corrupción, sintió la necesidad de adaptar el aparato institucional para prevenir y combatir la corrupción. Y pensó que la Oficina del Auditor General era el órgano más adecuado para desempeñar esta función, pues el Estatuto de 2015 ya preveía que se podían realizar auditorías específicas siempre que hubiera motivos razonables para sospechar -entre otras cosas- “que se haya cometido un acto de corrupción, apropiación indebida o fraude”.
Una de las disposiciones de la Convención de Mérida es que cada Estado Parte debe adoptar mecanismos para hacer más transparente la contratación pública. A instancias de la Oficina del Auditor General, en junio de 2020 se publicaron las “Normas sobre transparencia, control y competencia en los contratos públicos de la Santa Sede y del Estado de la Ciudad del Vaticano”, conocidas como las NCP. Se trata de un “código de contratación” que pretende reducir el riesgo de que las compras realizadas por los organismos del Estado y de la Santa Sede puedan ser ocasión de actos de corrupción. Sin entrar en su funcionamiento, que probablemente necesite alguna simplificación en la normativa de aplicación, el código de contratación pública equipara la jurisdicción vaticana a la de los países más avanzados en este campo. Y la Oficina del Auditor General tiene un papel de supervisión dentro de estos procedimientos.
Desde un punto de vista operativo, la OAG, que ya realizaba auditorías en este ámbito antes del nuevo Estatuto y del Código de Contratación Pública (NCP), tiene ahora la obligación de hacerlo de forma aún más sistemática. Por eso siempre prestamos especial atención al proceso de contratación y al proceso de recursos humanos de las entidades en las que se realizan nuestras auditorías: dos ámbitos en los que suele acechar el peligro de la corrupción. Y lo hacemos, cabe señalar, siempre en colaboración con las demás autoridades de control, empezando por la Secretaría para la Economía (SpE) y la Autoridad de Supervisión e Información Financiera (ASIF).
Con este fin, he firmado dos protocolos de entendimiento, respectivamente con el Prefecto de la SpE y con el Presidente de la ASIF, para regular esta cooperación e intercambio de información. También es muy importante subrayar que la tarea de la Oficina del Auditor General no es reprimir la corrupción, sino ante todo ayudar a prevenirla, lo que hacemos -entre otras cosas- emitiendo una “carta de comentarios”, reservada al jefe del dicasterio, al final de cada revisión y sugiriendo cambios en la normativa, como en el caso del mencionado Código de Contratación Pública.
En caso de que el control (ya sea de las cuentas o de situaciones particulares) revele elementos que puedan sugerir que se han cometido delitos penales, el Auditor General lo comunicará a las autoridades judiciales del Vaticano, quienes podrán estimar, con la ayuda de la Gendarmería, si hay indicios para iniciar un juicio ante el tribunal competente.
Otro instrumento muy importante previsto en el Estatuto de la Oficina del Auditor General es el whistle blowing (denuncia de irregularidades), es decir, la posibilidad que se da a cualquier persona, en el ejercicio de sus funciones, de denunciar presuntas “anomalías en la utilización o asignación de recursos financieros o materiales; irregularidades en la concesión de contratos o en la realización de transacciones o enajenaciones; actos de corrupción o fraude”. La identidad del denunciante está protegida y el Auditor General no puede revelarla a nadie, salvo a las autoridades judiciales por decisión motivada. Al mismo tiempo, el denunciante es inmune a cualquier responsabilidad por violación del secreto de oficio o cualquier otra restricción a la divulgación que pueda ser impuesta por disposiciones legales, administrativas o contractuales. Estas normas sitúan a nuestra jurisdicción a la vanguardia mundial en la lucha contra la corrupción.
En 2016 usted fue nombrado auditor adjunto, luego en 2021 el Papa lo confirmó con un nombramiento ad quinquennium en el papel de Auditor General, que había ocupado interinamente desde 2017. ¿Puede hacer un balance de estos seis años al servicio de la Santa Sede y del Papa?
He tenido el gran privilegio de colaborar desde la creación de la Oficina del Auditor General en la puesta en marcha de las reformas económicas deseadas por el Papa mencionadas anteriormente. Ciertamente han sido años intensos y no voy a ocultar que me he enfrentado a una realidad que desconocía, habiendo trabajado durante 25 años en el sector privado. La realidad vaticana es ciertamente fascinante, pero tiene sus peculiaridades que hay que aprender a comprender. Estas peculiaridades tienen que ver, ante todo, con la naturaleza especial de la Santa Sede y del munus petrino, de servicio a la Iglesia Universal; una misión que, como se puede imaginar, es única en esta realidad y que requiere una profunda adhesión de fe, en la que todos vacilamos a veces, y de fidelidad al Papa. Pero también hay peculiaridades en los mecanismos de decisión y de funcionamiento que repercuten en la vida cotidiana. Al principio fue difícil entender estos mecanismos, que a veces tienen su propia razón de ser, pero que en otras ocasiones acaban convirtiéndose en obstáculos para el cambio y en los que también pueden anidar resistencias o una verdadera aversión a la transparencia, que es la razón de ser de la constitución de la Oficina del Auditor General.
En este sentido, hemos tenido que hacer comprender a las administraciones sometidas a nuestro control en qué consiste nuestro trabajo, con procedimientos que pueden parecer complejísimos y que, además, repercuten objetivamente en la rutina diaria de quienes ya tienen mucho que hacer para llevar a cabo la administración ordinaria. Además, hemos tenido que explicar que, siendo absolutamente independientes y aplicando escrupulosamente los procedimientos adaptados, nuestro objetivo es mejorar la gestión de los recursos económicos de la Santa Sede, sin sustituir nunca a los gestores y sin abandonar nunca el llamado “escepticismo del auditor”.
Así, si en los primeros años hubo cierta resistencia por parte de las entidades debido al desconocimiento de lo que es la auditoría y a la falta de costumbre de ser auditadas, con el tiempo la cooperación con las entidades ha mejorado. Desde que tengo la plena responsabilidad de la Oficina, es decir, desde mediados de 2017, hemos tratado de invertir mucho tiempo en la construcción de la confianza mutua con las entidades.
El balance es, por tanto, positivo, pero ciertamente hay que trabajar más y mejor, en primer lugar por nuestra parte, tanto en lo que se refiere a la omnipresencia de los controles, que hoy afectan a más de 90 entidades de la Santa Sede y a toda la Gobernación de la Ciudad del Vaticano, como en el esfuerzo por cooperar mejor con las demás autoridades de control, evitando solapamientos que acaben duplicando el trabajo de las entidades.
¿Cómo está estructurada la Oficina del Auditor General?
Somos una organización pequeña, 14 personas en total, seis de las cuales son mujeres. Hay doce auditores, además del Auditor General, con distintas experiencias; todos proceden de las principales empresas internacionales de auditoría y algunos tienen más de 20 años de experiencia. Somos un grupo consolidado, en el que cada uno tiene su propio papel, pero a todos se nos exige mucha flexibilidad, porque debemos supervisar más de 90 entidades y toda la Gobernación, y junto a las auditorías anuales realizamos diversas auditorías sobre situaciones particulares. Además, el Auditor General participa en el Comité de Seguridad Financiera (CoSiFi), un órgano de la Santa Sede que tiene la tarea de coordinar a las autoridades competentes de la Santa Sede y del Estado de la Ciudad del Vaticano en materia de prevención y lucha contra el blanqueo de capitales, la financiación del terrorismo y la proliferación de armas de destrucción masiva. Dado el volumen de trabajo, no hay lugar para la rigidez organizativa.
Antes de la pandemia, organizábamos tres veces al año una jornada de servicio en el comedor social de Caritas en el sector romano de Colle Oppio. Esperamos poder reanudar la actividad en cuanto la normativa sanitaria nos lo permita. Son momentos de vinculación entre nosotros, que nos recuerdan el profundo significado de trabajar en la Santa Sede.
Otro elemento importante es la formación. Hemos participado en varios cursos organizados por la ULSA (Oficina del Trabajo de la Sede Apostólica) y otros organizados por nosotros. Cada uno de nosotros tiene, además, un itinerario de desarrollo profesional individual, porque las normas contables y los procedimientos de auditoría están siempre cambiando y tenemos el deber de conocerlos.
Las funciones de verificación e información del auditor son fundamentales para garantizar la transparencia de las actividades económicas y financieras del Vaticano, como han demostrado los recientes casos judiciales relativos a la venta de la propiedad de Londres. ¿Qué resultados ha obtenido hasta ahora y cuánto queda por hacer en este sentido?
Obviamente, esperaba esta pregunta y, como es natural, no puedo entrar en los detalles de lo que hemos averiguado en relación con el asunto de Londres, por el que hay un juicio en curso. Pero lo que sí puedo decir es que en este, como en otros casos en los que hemos identificado sospechas de ilícitos, no necesariamente penales, el resultado, más allá de lo que puedan establecer las sentencias, ha sido cambiar el modus operandi de las entidades que hemos auditado, y yo diría que parte de las reformas económicas son también el resultado de lo que hemos señalado sobre las razones que podían llevar a cometer ilícitos.
Tal vez sea demasiado optimista, pero creo que hoy en día hay una mayor conciencia de los riesgos de cometer ilícitos en las administraciones de la Santa Sede y del Estado. Pero hay una cosa que, si bien es evidente, quisiera recordarla. Estoy convencido de que la mayoría de las personas que trabajan aquí lo hacen con una auténtica adhesión de servicio a la Santa Sede y al Santo Padre, y que la imagen que a veces dan los medios de comunicación de nuestra realidad está distorsionada en un sentido negativo.
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