Roncalli y Wojtyla, pastores entre el pueblo
Alessandro Gisotti
¿Quiénes son los santos? En primer lugar, no son superhombres, como tantas veces nos ha recordado Francisco. Sin embargo, en el imaginario colectivo, incluso de los no creyentes, la santidad es sinónimo de excepcionalidad. Si tu nombre figura en el calendario -podría decirse bromeando-, se debe sin duda a una vida vivida de forma extraordinaria. Sin embargo, el Papa, precisamente a propósito de esto, quiso subrayar -y lo hizo con una Exhortación apostólica que tal vez merecería ser más profundizada- que todos los bautizados están llamados a la santidad, a ser "santos de la puerta de al lado", que son mucho más numerosos que los indicados en el calendario. La santidad, escribió el Pontífice en Gaudete et Exsultate, se ve "en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo".
En esta santidad del Pueblo de Dios, un pueblo paciente que sabe confiarse al Padre y dejarse guiar por Él, creyeron de corazón Juan XXIII y Juan Pablo II, que el 27 de abril de hace diez años fueron proclamados santos en una Plaza de San Pedro abarrotada de fieles. Angelo Roncalli y Karol Wojtyla -en Venecia y Cracovia, antes y durante su ministerio petrino en Roma- fueron "pastores con olor a oveja", como diría hoy Jorge Mario Bergoglio. Han vivido como pastores en medio del pueblo sin miedo a tocar las llagas de Cristo, heridas visibles en los sufrimientos de hermanas y hermanos que componen ese Cuerpo que es la Iglesia. Una imagen, esta última, que el mismo Concilio Vaticano II -nacido del corazón dócil y valiente de Juan XXIII y que tuvo en el joven obispo Wojtyla a uno de sus más apasionados defensores- ha vuelto a poner en el centro de la vida eclesial, vinculándola a la experiencia primaveral de la primera comunidad cristiana de la que nos hablan los Hechos de los Apóstoles.
Vivimos en una época de grandes sobresaltos: en los últimos años, primero la pandemia, después la guerra de Ucrania y, por último, el nuevo conflicto de Oriente Medio se han enlazado sembrando dolor, miedo y un sentimiento de convulsión que, gracias a la globalización, parece ser ahora una dimensión constitutiva de la humanidad en su conjunto. Sin embargo, los tiempos en que vivieron Roncalli y Wojtyla no eran menos complejos, ni estaban menos marcados por el miedo a la aniquilación del género humano. Juan XXIII, anciano y enfermo, se enfrentó a la crisis de los misiles cubanos en los primeros días del Concilio. Juan Pablo II, que como sacerdote había vivido el horror nazi en su Polonia y como obispo la asfixiante dictadura comunista, como Papa afrontó, animado por una tenacidad profética, la oposición entre los dos bloques de la Guerra Fría hasta la dramática disolución de la Unión Soviética y la consiguiente ilusión del "fin de la historia".
Estos dos Papas del siglo XX no respondieron a las tragedias de su tiempo con resignación y pesimismo. No se sumaron a la letanía de los "agoreros" que, entonces como ahora, parecen preferir quejarse de lo que va mal en lugar de arremangarse para ayudar a mejorar las cosas. Como subrayó Francisco en la homilía de la Misa por su canonización, en Juan XXIII y Juan Pablo II Dios fue más fuerte, su fe en Jesucristo Redentor del hombre y Señor de la historia, una fe que se manifestaba en la alegría y la esperanza que sólo pueden testimoniar quienes han encontrado a Cristo en sus vidas. "Esta es la esperanza y el gozo -expresó en su homilía- que los dos papas santos recibieron como un don del Señor resucitado, y que a su vez dieron abundantemente al Pueblo de Dios, recibiendo de él un reconocimiento eterno". Una gratitud a los dos santos que no se desvanece con el paso de los años, sino que crece en la convicción de que ahora desde el Cielo pueden interceder por la Iglesia, por el Pueblo de Dios, al que en su vida terrena sirvieron con amor y abnegación.
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