Jubileo del 1300, "la cosa más admirable que jamás se haya visto"
Por Anna Pizzamano
A principios del año 1300 se había desatado la creencia popular de que quien fuera a Roma, a rezar ante la tumba de San Pedro, obtendría la remisión de todos los pecados. Aglomeraciones de romanos se convirtieron en multitudes de cristianos, venidos de todas partes. Ante la presencia del Pontífice, el 17 de enero, la Verónica fue expuesta, y este gesto alimentó la esperanza de que llegaría una confirmación, de que el duro trabajo de ponerse en camino se vería finalmente premiado.
Después de todo, San Francisco ya había pedido y obtenido la indulgencia plenaria del Perdón de Asís en el 1216, y el recuerdo del Perdón de Celestino en L'Aquila en el 1294 estaba vivo. Una vez más, la esperanza no defraudó y el colegio cardenalicio, convocado por Bonifacio VIII, emitió un dictamen favorable. El Pontífice, en virtud del poder de las llaves de Pedro, de quien era sucesor, remitiría todos los pecados basándose en la antigua costumbre atestiguada en el capítulo XV del libro del Levítico.
Tras haber superado con éxito las diversas fases de tramitación en la cancillería papal, la bula que proclamaba el jubileo fue finalmente promulgada, era el 22 de febrero del 1300. El documento, con su sello colgado de hilos de seda, fue leído y mostrado a la multitud, depositándose finalmente en el altar del Apóstol. Ese mismo día, el escritor papal Silvestre da Adria envió una carta circular a todo el mundo cristiano en la que explicaba su contenido.
La expectativa cumplida puede evocarse en el único fragmento conservado de la decoración pictórica que adornaba la logia anexionada por Bonifacio VIII al palacio de Letrán, hoy conservada dentro de una vitrina en el tercer pilar de la nave derecha de San Juan de Letrán. El fragmento muestra al Pontífice flanqueado por dos eclesiásticos en una logia, mientras se lee: "Bonifacius episcopus servorum Dei ad perpetuam rei memoriam".
Una percepción aún más eficaz se obtiene si, en Milán, en la Biblioteca Ambrosiana, se observa el manuscrito con el famoso dibujo a la acuarela de Giacomo Grimaldi, que a finales del siglo XVI muestra la misma escena que el fresco, pero en su totalidad, con la muchedumbre de frente (Bam, ms. F. Inf. 227, f. 9r.).
La indulgencia plenaria se concedía con carácter retroactivo, a partir del 25 de enero. Cada año secular se cancelaban los pecados y penas de los romanos que visitaran las basílicas de los Príncipes de los Apóstoles, Pedro y Pablo, durante treinta días, reducidos a quince si los peregrinos eran extranjeros.
Hombres y mujeres caminaban arrepentidos, confiados en la plenitud de los poderes del Pontífice, tan universalmente expresados. Según la moral romana, las doncellas, acompañadas de mujeres adultas, peregrinaban durante la noche. A todas horas, en todas las estaciones del año, Roma acogía multitudes de personas de todas las edades, condiciones sociales y procedencias, casi como ejércitos o enjambres. Era lo más admirable que se había visto nunca, escribió el cronista florentino Giovanni Villani, quien participó de primera mano en el extraordinario acontecimiento.
Zapatos de cuero, arrugados o a la moda, polvorientos pies descalzos, ruedas de carro y cascos de caballo invadían la ciudad, grandiosa por sus proezas arquitectónicas y decorativas, antigua y moderna, torreada y espectacular por los intensos y diversos fermentos culturales que la animaban y, al mismo tiempo, la actualizaban. La presión fue tal que se abrió una segunda puerta en las murallas, entre la Meta Romuli y San Pedro, y se creó una ruta alternativa para llegar a la basílica petrina.
El trabajo de molinos y hornos nunca parecía suficiente, los precios se dispararon e incluso se suprimieron los derechos de aduana para quienes llevaban grano y provisiones a Roma. El Jueves Santo, ante la inminencia de la fiesta de Pascua y antes de regresar a Anagni, su ciudad natal, el Pontífice concedió que se acortara la estancia de los peregrinos en Roma. En otras dos ocasiones, en noviembre y diciembre, se repitió la concesión.
Las basílicas de San Pablo y San Pedro recogieron 21.000 y 30.000 florines de oro de limosnas, respectivamente, que el Papa ordenó destinar a la compra de castillos y casas, útiles, con su beneficio, para el culto de las iglesias. Sin embargo, más tarde fue acusado por sus adversarios políticos de gastarlos para uso personal.
En el Tesoro de la catedral de Anagni se conservan todavía algunos preciosísimos ornamentos litúrgicos en opus cyprense donados por él, lo que demuestra el gran interés que Bonifacio VIII reservaba a los símbolos del poder papal, como puede comprobarse también observando el monumento funerario que confió al genio de Arnolfo di Cambio, hoy en las Grutas Vaticanas.
Otro gran protagonista del Jubileo del 1300 fue Jacopo Stefaneschi, cardenal de San Giorgio in Velabro, culto hombre curial y fino mecenas de las artes. Si en De Coronatione (1298-1299) celebró la elevación de Bonifacio VIII al trono pontificio, en De centesimo anno seu iubileo anno, escrito en "estilo moderno" y "antiguo", es decir, en prosa y verso, entre el 1301 y el 1303, se reveló como un testigo preciso y atento del acontecimiento jubilar.
Poco más de una década después, fue de nuevo el cardenal Stefaneschi quien encargó a Giotto el tríptico para el altar mayor de San Pedro, pintado por ambas caras y hoy expuesto en la segunda sala de la Pinacoteca Vaticana. Expresión de un programa iconográfico complejo y extremadamente denso, esta obra maestra celebra la ciudad santa, sede del trono papal firmemente ocupado por San Pedro en la pintura (fig. 1, Giotto di Bondone y ayudantes, Tríptico Stefaneschi, recto, Museos Vaticanos, Pinacoteca Vaticana). Junto a la celebración de los apóstoles, retratados de cuerpo entero, se ensalza la ciudad de los mártires.
En el reverso (Figura 2, Giotto di Bondone y ayudantes, Tríptico Stefaneschi, verso, Museos Vaticanos, Pinacoteca Vaticana), a ambos lados de Cristo entronizado, se dedicaron nada menos que dos grandes compartimentos a relatar cómo Pedro crucificado boca abajo y Pablo degollado habían estado dispuestos a dar la vida en aquellos precisos contextos topográficos de la ciudad. El rojo de su sangre derramada sigue brillando, sello de la verdad de la fe para el peregrino cristiano de todos los tiempos.
Gracias por haber leído este artículo. Si desea mantenerse actualizado, suscríbase al boletín pulsando aquí