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Rev.da Madre Maria Ignazia Angelini, religiosa benedictina del monasterio de Viboldone, en Italia. (ANSA) Rev.da Madre Maria Ignazia Angelini, religiosa benedictina del monasterio de Viboldone, en Italia. (ANSA)

Dulzura y severidad del camino sinodal

Publicamos el texto integral de la meditación pronunciada por la Rev.da Madre Maria Ignazia Angelini durante el rezo de Laudes del 1 de octubre en el retiro de preparación a la segunda sesión de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos.

Rev.da Madre Maria Ignazia Angelini

Nos abrimos juntos al nuevo día: alabar a Dios es fielmente la puerta de luz. El día nos llevará, esta noche, a la liturgia penitencial, culminación del retiro.

Y por eso nos dejamos atravesar y llenar por las palabras del Salmo que hemos cantado y del Evangelio que hemos escuchado: un entrelazamiento que genera un rayo de luz sobre el camino sinodal, incluso en la dialéctica entre los eventos y la Palabra.

Quisiera detenerme en ese solo versículo, el inicio del Salmo 64: “A ti, el silencio es alabanza”. Tibi silentium laus. ¿Qué significa? ¿Acaso, con esta expresión, se quita valor a los cantos o se devalúa su sentido? ¿O se debilita la fuerza de las intercesiones, las homilías, los comentarios? ¿El diálogo sinodal, que quiere ser “celebración” viviente de la gloria de Dios, pierde su sentido?

Todo lo contrario. Pienso que en este versículo se expresa el fundamento de toda liturgia, tanto ritual como de la vida: en la raíz de cada oración y de toda “obra para Dios” vibra el silencioso Soplo de Dios. Se trata de percibirlo. Este soplo precede y va más allá de la palabra de “carne”. Es esa Presencia que Elías percibió en la Voz de un ‘silencio ahondado’ (1 Reyes 19:12). Y sus palabras de lamento se disolvieron como nieve al sol. Y nació una nueva narración de la historia, de lo contrario decepcionante y desesperante. Es el silencio de Jesús ante el tribunal humano. Es el silencio de Jesús que sigue a la exhalación del último aliento: Gloria de Dios y anuncio de resurrección.

«Quien ha comprendido las palabras del Señor comprende su silencio, porque al Señor se le conoce en su silencio» (Ignacio de Antioquía a los Efesios XV, 2).

Y quien se deja sorprender ante la hondura del silencio de Dios, plenamente revelado en Jesús, comprende cómo el silencio es la dimensión constitutiva de la palabra humana verdadera, que como tal canta la alabanza del Altísimo. Toda palabra humana es precedida, en su verdad siempre parcial, sostenida y superada por el silencio que alaba a Dios.

Es poderosa la cascada inmediatamente posterior de los “Tú” dirigidos a Dios, que articula el silencio solemnemente introducido al inicio. El silencio-alabanza no es vacío, sino maravilla ante la venida de Dios entre los suyos.

A ti, oyente de súplicas.”

A ti, viene toda carne” (v. 3).

“Palabras de culpa pesan sobre nosotros; nuestros pecados: los perdonas.”

Hoy parece importante detenerse en este versículo del salmo para prepararnos a los laboratorios de diálogo y a las mesas de confrontación; pero antes, para disponernos a la celebración penitencial. Dejémonos llenar por este silencio.

Al principio y en el fondo está el silencio como la alabanza más elevada. Allí donde no se puede hacer más que admirar la obra de Dios: “¡A ti, el silencio es alabanza!”. Esto nos posiciona en la celebración penitencial y nos impulsa también a valorar todo el peso de las pausas de silencio introducidas en los diálogos sinodales. No son un simple descanso: es de valor sustancial que los intercambios se hundan de vez en cuando en el silencio que los precede y los sigue. Escucha asombrada de lo nunca antes oído.

Todo, cada trozo de lo humano es cuidadosamente cultivado por Dios, que en el salmo es visto presente, además de en la inquieta historia del hombre, en la creación como “gran agricultor”. Así surge la alabanza del silencio cósmico y, dentro de nosotros, la alegría que vence las tinieblas. “Todo canta y grita de alegría” (64, 14).

***

“A ti, el silencio es alabanza.”¿Conocemos nosotros ese silencio generativo que precede a la palabra, que la custodia, que incesantemente la genera? ¿En qué condiciones el silencio es alabanza? Muchos silencios hipócritas y ajenos se anidan en nuestras palabras…

El Salmo 64 parece haber sido escrito para dar voz a nuestro interior que siente el peso del mal que hay en el mundo, de los pecados, y anhela la liberación. Para dar voz a nuestro corazón, a menudo endurecido por las ansiedades y frustraciones que ralentizan su latido, pero que aspira a una plenitud de vida y a una firmeza que no tema más tormentas y tumultos. Y el corazón encuentra su respiro al sintonizarse con ese silencio en el que, al principio, se oyó la Palabra (Génesis 1,1).

El silencio es quizá el elemento más difícil de vivir en nuestra vida, incluso en el camino sinodal. Por eso, nuestras palabras comunican tan poco. Sumidos en el caos o en la grandilocuencia de nuestros conceptos, no tenemos tiempo para rozarlo, y a menudo ni siquiera el deseo, porque nos da miedo. Cuando se calla, de hecho, no es inmediatamente silencio: uno está sumergido en un torbellino de pensamientos, en los rezagos de un pasado a menudo no elaborado en la memoria del corazón; en el tedio de un presente que pesa, urgente o amorfo; y en la angustia de un futuro incierto y sin sentido.

No es este el silencio que alaba a Dios y que es la raíz de todo diálogo constructivo, de todo camino sinodal.

Es, en cambio, el silencio precioso de quien sabe quitarse del escenario y vive una suerte de soledad fecunda y abierta a la alteridad, en la escucha de la palabra de Dios, del grito de los pobres y de los gemidos de la creación.

El silencio es lucha contra la banalidad, es búsqueda de la verdad, es acogida del misterio que se esconde en cada persona y en cada ser vivo. No explica el sufrimiento, pero lo atraviesa. El silencio puede hacernos reencontrar el ritmo verdadero y auténtico del diálogo sinodal.

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Pues bien, este mismo silencio es evocado hoy en el Evangelio: el inicio del “gran viaje”. Un Evangelio impregnado de silencio, con ese rostro de Jesús que, al dirigirse al Gólgota, se hace firme como una roca en su decisión resuelta. La liturgia que celebraremos esta noche, al concluir el retiro, obtiene su sentido y aliento de la luz silenciosa de ese Rostro.

El arte “sinodal” de Jesús ofrecido a la asamblea sinodal: para caminar, además de aprender a mirar descubriendo las nuevas dimensiones del mundo —la silenciosa narración—, es necesario también aprender el arte de las relaciones gratuitas, sin caer en la trampa del Divisor.

El grupo de los discípulos es, por naturaleza, “itinerante”. Pero, ¿cuál es el paso?

El rostro “endurecido” de Jesús no encuentra resonancia coherente en la impetuosidad de Juan: el discípulo amado, el hijo del trueno, debe dejarse transformar. Y sin embargo, él había recibido hace poco el gran don de presenciar la transfiguración, donde se hablaba del éxodo de Jesús; ya había recibido en dos ocasiones el anuncio de la pasión del Maestro y Señor. Pero sistemáticamente se ha desviado, superado por el ruido interior de pensamientos de supremacía.

Y ahora ese rostro único, amado, escrutado con deseo —ese rostro hacia el cual son enviados como ángeles por delante—, es malinterpretado por los mismos discípulos: se convierte en causa de tropiezo. «Ustedes no saben de qué espíritu son. Porque el Hijo del Hombre no ha venido a perder las almas de los hombres, sino a salvarlas». Esta palabra específica instaura un proceso de discernimiento también para la Asamblea Sinodal, ya avanzada en el camino, al igual que los discípulos.

Este pasaje, hoy, nos concierne de cerca. Pienso que concierne a esta Asamblea sinodal, encajada en un giro epocal de la historia y de la Iglesia, cuyos contornos intuimos confusamente, pero no los vemos con claridad.

Jesús no se rinde ante la incomprensión de los discípulos; pacientemente, amorosamente, los empuja hacia adelante. Un silencio de conversión va preparando en ellos la irrupción de la novedad pascual en el seguimiento.

Y es a partir de este primer tropiezo —el rechazo en Samaria— que Jesús emprende, comprende y se configura en su corazón con una claridad decisiva y dura, el camino hacia Jerusalén. Así es el estilo del Evangelio: caminando se abre camino, a través de los obstáculos. Así, quizás, será el camino sinodal. Cada Samaria es el lugar de sorprendentes encuentros.

Ese Rostro humanísimo y divino, esculpido en la piedra, es revelador. “Se volvió y los reprendió”: luz sobre la celebración penitencial. Liberar la mirada de toda impaciencia y activismo emprendedor, de pretensiones, de resentimiento y lamentos. De palabras “muchas”. Para acoger la pasión del deseo que silenciosamente atrae hacia el cumplimiento de la voluntad del Padre. Hasta la kénosis de Getsemaní y del cenáculo: “Esta es la voluntad del que me ha enviado, que no pierda nada de lo que me ha dado”.

La mirada fija en Jesús, rostro humano de Dios. Sin vías de escape, sin salidas de emergencia. Una mirada que, iluminada por el Manso y Humilde de corazón, redefine los contornos de la visión sobre los demás, sobre la historia, sobre el mundo. La mirada en Jesús abre una esperanza fundada. Esto nos hace cantar el salmo – “Para ti el silencio es alabanza”: espléndida alabanza.

 

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01 octubre 2024, 12:31