Texto integral de la Meditación de sor María Ignacia Angelini: Lugares
Sor María Ignacia Angelini
la concreción de los Lugares en los que se encarnan las relaciones
(Lc 11,37-41)
«El lugar de la Iglesia sinodal en la misión»: el enraizamiento eclesial en un lugar concreto, en un contexto, en una cultura; la relación entre los diferentes bienes culturales dentro de una misma Iglesia.
Es un nudo que ya desde el principio ha preocupado a las primeras comunidades cristianas. Los cristianos, en cuanto a los lugares de vida, de culturas, se identificaban paradójicamente como «extranjeros residentes» (1 P 2,11-12). Si pensamos en los «lugares/símbolos» de los orígenes evocados en los Hechos: Jerusalén, Samaria, Antioquía, Jafa, Cesarea, Filipos, Éfeso, etc., se nos aparece inmediatamente la dialéctica que está en la raíz: si el lugar de la Iglesia es siempre un espacio-tiempo concreto de encuentro, el camino del Evangelio en el mundo va de umbral en umbral: huye de toda estática, pero también de toda «santa alianza» con los contextos culturales de la época. Ella habita en ellos y es guiada, por su Principio vital, –el Espíritu del Señor– a trascenderlos.
«No está aquí» (Lc 24,6): desde el alba de la resurrección, impulsados por estas palabras del ángel que siempre nos empuja a otro lugar, el anuncio del Evangelio ha ido siempre en salida. Ese «no está aquí» sorprendió y guio a la Iglesia apostólica desde el principio a sus opciones «exódicas»: reunirse en el Cenáculo a puerta cerrada (Hch 1,13) y luego salir. Frecuentar el templo (Hch 2,46; 3,11; 5,12. 21. 42) y abandonarlo (Hch 8,1. 4). Entrar en la casa de Cornelio (Hch 10,27) y salir de ella, llevando en su corazón la sorpresa y la pregunta (Hch 11,16-17). El anuncio de la Palabra evangélica pasa también por el ágora y el areópago (Hch 17,32): pero las proporciones de la cruz de Jesús los protegen inmediatamente de enredarse en culturas sedentarias e idólatras. En sabidurías aplanadas sobre la dinámica de la auto-salvación.
El recuerdo de las palabras de Jesús impulsa también a la Iglesia de hoy a arraigarse en todos los lugares de la humanidad, pero la hace vigilante con respecto a toda homologación. El elemento dinámico es la Pascua de Jesús: «no está aquí». Quien también en cada lugar del ser humano ha impreso huellas de su bendito cuerpo.
Se trata –como señala el IL en varias ocasiones– de «superar una visión estática de los lugares» (IL, III, Introducción). Incluso los más sagrados, incluso los más populares. Abrirse a la dimensión «reticular» de los lugares de relación a través de los cuales se articula la vitalidad de la Iglesia. Así surge la pregunta: ¿pero ¿qué es el hilo? ¿cuáles son los nodos de unión de esta red?
Pues bien, me parece que el Evangelio de hoy (Lc 11,37-41), ligado a la profecía de Isaías que abre el IL, revela a este respecto una convergencia dialéctica, que nos hace pensar.
Al comienzo de la IL está la profecía de Isaías (25,6-10): Dios prepara –gratuitamente, a partir de un pequeño remanente de deportados– el lugar del banquete universal. Y, por otro lado, el Evangelio de hoy nos coloca en otro banquete –en dramático contraste: es la invitación a la mesa del fariseo, símbolo de una cultura con la que Jesús acepta entrar en diálogo. Me parece esclarecedor el tema propuesto: yuxtaponer los dos encuentros «convivenciales», porque la diferencia ilumina y discierne la autenticidad de los lugares: Dios que prepara un banquete, y desde un «no lugar» abre el futuro; Dios que en Jesús acepta la invitación hipócrita y rediseña, por su cuenta y riesgo, el banquete como lugar de relaciones.
A Jesús le encantan los banquetes
Lo sorprendente es ese rasgo del estilo de Jesús, un maestro itinerante, que – particularmente en la historia de Lucas– lo revela como un aficionado a los banquetes. Se manifiesta inmediatamente desde el principio, con la vocación de Leví (Lc 5,29), y hasta el final, en el Cenáculo, lugar de la entrega final: «He tenido muchísimos deseos de comer con ustedes» (Lc 22,14).
Para Jesús, la mesa humana es un «lugar» de encuentro en el camino, y un lugar arriesgado de verdad. Hasta el punto de constituir para él –por el estilo de reunión y para los comensales– una acusación: «Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y ustedes dicen: “Este es un glotón y un borracho, amigo de recaudadores de impuestos y de pecadores”» (Lc 7,34).
La mesa: un lugar de lo humano donde la itinerancia constitutiva del anuncio encuentra una parada necesaria; donde las relaciones tienen sus raíces; un «lugar» altamente simbólico donde el hambre se desnuda y se comparte desde abajo, pero también un lugar donde se exponen las hipocresías ocultas.
El «lugar» para Jesús es dondequiera que el hombre sufra –manifiesta y comparte– el hambre. La necesidad excava en los humanos espacio de relación no vano: con el otro, amigo o enemigo, santo o pecador. Allí se puede proclamar el Evangelio en verdad. La Iglesia sinodal tiene –siempre– el desafío de redescubrir estos lugares.
Cercanos, «peligrosamente» cercanos –el Señor de la vida y todo «otro», la semilla de la Iglesia– en la necesidad elemental de comer para vivir. En este lugar radical del humano, Jesús inaugura la relación generadora, el lugar para decir Dios. ¿No es acaso el Abba el que «da de comer a todo ser viviente, porque es eterno su amor» (Sal 136,25)? Hasta ese banquete definitivo, Jesús busca el lugar para decir Dios: «He tenido muchísimos deseos de comer con ustedes» (Lc 22,15). No se trata de un rasgo episódico, sino de una línea dinámica del estilo de Jesús.
Pero hoy –en el Evangelio– Jesús, invitado a la mesa por el fariseo, pone de relieve irreductiblemente la diferencia entre el lugar «preparado por el Señor» (Isa 25,6), frente a los banquetes inspirados en la lógica mercenaria, y el protagonismo que se aprovecha del otro necesitado. Lugares de los que las culturas contemporáneas están llenas. El mismo Lucas, el evangelista «mansuetudinis Christi», describe aquí a un Jesús mordaz, rudo, inhóspito. Al igual que los antiguos profetas, en este banquete Jesús manifiesta claramente la intención de romper y sacudir las conciencias por una nueva impugnación radical de una cultura, de un sistema religioso, para llegar a una ética de la interioridad y de la autenticidad, y rechazar todo ritualismo vano.
Del mismo modo que algo parece exponer al fracaso el deseo de convivencia que impulsa a Jesús a aceptar la invitación de todos, en realidad Jesús derriba la trampa de su huésped (Lc 11,40) e indica una nueva convivencia, basada en el Don: «Den más bien a los pobres de lo que está dentro, y así todo quedará limpio para ustedes» (Lc 11,41). He aquí el nuevo «lugar» de la convivencia, la redención de toda hipocresía. Donde el otro se encuentra en su necesidad bajo el signo del don. Como en el texto de Isaías, hoy nos encontramos convocados por el Evangelio a los lugares de la conversión sinodal de la Iglesia. La convocatoria se presenta ante todo como una pregunta: «Cuando Ustedes se reúnen, ¿qué hacen?», ¿qué cercanía?, ¿qué velo quitado, qué manto rasgado (cf. 1 Co 11,20)? Es una pregunta que de esta asamblea rebota en la celebración, en búsqueda para hallar los lugares del humano –de las culturas, de la fragilidad, de la esperanza tenaz.
Salta clara y cruda la denuncia de Jesús, el discernimiento de todos los lugares de lo humano: la duplicidad de corazón contradice radicalmente la convivencia de las diferencias. El diálogo con las culturas implica discernimientos arriesgados, raramente aplaudidos. Denunciar toda escotomización entre apariencia e interioridad, entre lo público y lo privado, entre el individuo y la comunidad. Estas esquizofrenias están en el origen de la insensatez generalizada que hoy día ahoga en el mundo la búsqueda para enraizar el anuncio del Evangelio en los lugares de la vida. Son una falsa convivencia, dejan espacio para la hipocresía que tanto desmotiva a las generaciones más jóvenes. Buscando en el tejido humano los lugares donde se anuncia el Evangelio, es necesario disociarse de la vanidad de la sabiduría que impone el conformismo mediático, los procedimientos –las «observancias»– vacíos. El aplanamiento de las culturas de la apariencia, que no sacian, en realidad, por el contrario, nos matan de hambre. Es lo que agota a las generaciones más jóvenes. No en vano tantos jóvenes, descontentos, que abandonan las liturgias, nos devuelven la pregunta (Paola Bignardi).
El estilo de Dios, simbolizado en el texto de Isaías que abre el IL y, paradójicamente, en el Evangelio de hoy, impulsa con fuerza el camino sinodal. En el contexto histórico concreto en el que vivimos y sufrimos, oscurecidos por tanta violencia ciega y por tan doloroso alejamiento, el Evangelio nos da criterios para reunir a «otros» del mundo de la «ley» (de los procedimientos), o de los negocios, entendidos como autojustificación. La «preparación» para el banquete revelado en Jesús nos hace pensar.
El lugar original del encuentro, para Jesús, es la interioridad regenerada, que tiene el poder de convocar a los muchos: «Den más bien a los pobres de lo que está dentro, y así todo quedará limpio para ustedes». La interioridad, un «lugar» hoy en día ignorado en gran medida por las culturas dominantes; pero una prioridad para la convivencia sinodal. Encontrarse de veras con los lugares del humano.
El pueblo de la Sagrada Escritura ha aprendido este arte sobre su propia piel. En el texto de Isaías, la abyección del exilio, la dispersión entre los pueblos ha abierto nuevos y elevados horizontes. Dios, el Viviente, el Santo que sale del templo, va al destierro, morando como al principio bajo una tienda, con el pequeño resto, y así –cerca del hambre de sus pobres– reúne la ecúmene. Y, en la plenitud de los tiempos, Jesús completa la obra profética con su arriesgada convivencia.
Quizás, hoy, se trate de redescubrir la fecundidad de los lugares en los que compartir el hambre y la esperanza humilde y tenaz. Lazos de compartir confianza y armonía entre los buscadores de fraternidad. Una Betania siempre prepara y prefigura el Cenáculo. Jesús –que no tenía dónde recostar la cabeza, mientras le gustaban los banquetes– todavía hoy nos muestra rastros de ello. Y que su Espíritu nos lleve a empezar de nuevo desde allí. Para que todos puedan disfrutar de la mesa donde sacar, y transmitir, el Don que nos convierte en un regalo para los demás.
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