Domingo de Pascua
Durante el Sábado Santo, en la Iglesia no hay celebraciones. En la Edad Media, un pensamiento erróneo llevó a anticipar la Vigilia Pascual a las primeras horas de la mañana del Sábado Santo. El Papa Pío XII, en 1951 y 1955, restableció el antiguo orden, que luego sería retomado en el nuevo Misal de 1970. En esta noche santísima la "Iglesia espera, velando, la resurrección de Cristo, y la celebra con los sacramentos".
Elementos y partes de la liturgia de la Vigilia Pascual son:
El Lucernario, con la bendición del fuego, el encendido del cirio pascual y su entrada en la iglesia, hasta el canto del Exultet.
La Liturgia de la Palabra, que comprende siete lecturas del Antiguo Testamento, una tomada de San Pablo y finalmente el Evangelio de Pascua: un recorrido por la historia de la salvación que revela la fidelidad de Dios a su pueblo.
La Liturgia Bautismal, con el sacramento del bautismo de adultos o del agua lustral, seguido de la renovación de las promesas bautismales y la aspersión con el agua bendita.
La Liturgia Eucarística; la celebración del sacramento nos hace contemporáneos de Jesús y de su mandato: "Haced esto en memoria mía", de modo que nosotros "anunciamos su muerte, proclamamos su resurrección, mientras esperamos su gloriosa venida".
Así, el domingo de Pascua se celebra ya en la noche del sábado; las Misas del día de Pascua son una prolongación de esta alegría, de este asombro.
Pasado el sábado, al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a visitar el sepulcro.
De pronto, se produjo un gran temblor de tierra: el Angel del Señor bajó del cielo, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. Su aspecto era como el de un relámpago y sus vestiduras eran blancas como la nieve. Al verlo, los guardias temblaron de espanto y quedaron como muertos.
El Angel dijo a las mujeres: «No teman, yo sé que ustedes buscan a Jesús, el Crucificado. No está aquí, porque ha resucitado como lo había dicho. Vengan a ver el lugar donde estaba, y vayan en seguida a decir a sus discípulos: “Ha resucitado de entre los muertos, e irá antes que ustedes a Galilea: allí lo verán”. Esto es lo que tenía que decirles».
Las mujeres, atemorizadas pero llenas de alegría, se alejaron rápidamente del sepulcro y fueron a dar la noticia a los discípulos.
De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: «Alégrense». Ellas se acercaron y, abrazándole los pies, se postraron delante de Él. Y Jesús les dijo: «No teman; avisen a mis hermanos que vayan a Galilea, y allí me verán». (Mt 28,1-10; Mc 16,1-7; Lc 24,1-2).
Jesús, el resucitado, nos ha regalado la fraternidad
¡Jesús está vivo y camina con nosotros! El don que Jesús nos hizo al morir en la cruz y resucitar al tercer día es el de una nueva humanidad, fundada en la fraternidad. Un don para el que el mismo Jesús necesitó invocar al Padre, porque la fraternidad no es automática, sino que debe construirse día a día: "Que todos sean uno: como Tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que Tú me enviaste” (Jn 17, 21).
La fraternidad no es una operación de laboratorio, planificada, sino que sólo en el Señor es posible alcanzarla: "Que también ellos sean uno en nosotros...". No sólo "que sean uno", sino "en nosotros", dice Jesús. De lo contrario, se reduciría a una bonita amistad, a buenas intenciones. En cambio, la fraternidad debe brotar del "ser" en Dios que es Amor, el único que nos enseña a amarnos los unos a los otros "hasta el supremo don de la vida".
Hermanos todos
Que el don de la Pascua de Jesús resucitado nos ayude a convertirnos en "hermanos de todos", hasta el punto de desearnos mutuamente que crezca la unidad, para que quienes nos miren exclamen "qué hermoso y qué alegre es ver a los hermanos viviendo juntos". Cómo no reconocer que éste es precisamente el mayor obstáculo que impide a muchos acercarse a la Iglesia, hoy aún más marcada por sus muchas fragilidades.
Un regalo, un compromiso
A partir de Cristo Jesús, muerto y resucitado, aprendemos a caminar y a crecer en su Amor y a testimoniarlo con un compromiso reflexivo, en un tiempo en el que nos dejamos llevar demasiado por eslóganes superficiales ligados sólo a la emoción; a testimoniarlo con la palabra, sabiendo decir bien lo que tenemos que decir, sin ceder a las habladurías y a la denigración del otro; a dar testimonio con nuestras acciones, sabiendo que el amor que vivimos en plenitud siguiendo el ejemplo de Jesús muestra lo que nos diferencia de los demás, y no por privilegio o vanagloria, sino porque nos dejamos inspirar y guiar por el Amor misericordioso de Dios.
Que la alegría de Jesús resucitado sea un estímulo para que todos aprendan a amarse: en la familia, en el trabajo, en el deporte, en el tiempo libre, en la parroquia... Jesús, el Señor, resucitó y nos amó primero, cuando todavía éramos pecadores, y así nos hizo capaces de amar con su propio amor. Depende de nosotros creerlo, para demostrarlo con nuestras vidas.
Oración
¡Has resucitado!
Como prometiste, Señor,
¡estás vivo y estás con nosotros!
La vida ha vencido a la muerte.
El amor ha triunfado sobre el pecado.
La fe ha triunfado sobre la duda.
La esperanza ha triunfado sobre la desesperación.
La caridad ha ganado al egoísmo.
La prudencia ha ganado a la impulsividad.
La justicia ha triunfado sobre la iniquidad.
La templanza ha triunfado sobre el instinto.
La fortaleza ha triunfado sobre el miedo.
Jesús, Hijo de Dios,
Señor y Hermano nuestro,
has triunfado
porque confiaste en el Padre,
ya que has puesto todo en sus manos.
Jesús, mi amigo y hermano,
ayúdame a confiar, a ponerme en manos
del Padre tuyo y nuestro.
Ayúdame a ir adelante y más lejos,
¡Ayúdame a vivir como el Resucitado!
(Oración de A.V.)