Solemnidad de María Madre de Dios
La Octava de Navidad coincide con el Año Nuevo. Como los paganos celebraban ese día con libertinaje y superstición, la Iglesia primitiva ayudó a los creyentes a comenzar el año con un "espíritu nuevo": de ahí los días de penitencia y ayuno.
El primer día del año celebramos la solemne fiesta de María, Madre de Dios. Este título se le atribuyó oficialmente a María en el concilio de Éfeso, del año 431; pero ya se había consolidado en la devoción del pueblo cristiano desde el siglo III. En 1931, conmemorando el XV centenario del Concilio de Éfeso, el Papa Pío XI insertó la fiesta litúrgica en el calendario romano general. Con la reforma litúrgica de 1969, pasó a celebrarse el 1 de enero como solemnidad. Este día está así lleno de celebraciones: la Octava de Navidad, la solemnidad de María, Madre de Dios y la Jornada Mundial de la Paz (desde 1968, con Pablo VI).
Los mensajes de este primer día del año son muchos: se nos invita a aprender de la Virgen Madre a "conservar" la Palabra de Dios, y a preguntarnos qué quiere decirnos el Señor Jesús con el paso de los días, sabiendo que estamos bajo el "signo" de la bendición de Dios, como nos recuerda la primera lectura tomada de los Números.
Del Evangelio según san Lucas
Los pastores fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este Niño, y todos los que los escuchaban quedaron admirados de lo que decían los pastores.
Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón.
Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían recibido.
Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al Niño y se le puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por el Ángel antes de su concepción. (Lc 2,16-21).
El nacimiento del Niño en Belén
El texto de Lucas no relata ningún hecho llamativo. El único acontecimiento central que se puede contar ya ha tenido lugar, y es el nacimiento de ese Niño que los ángeles anuncian como Salvador y Cristo, el Señor (Lc 2,11), y que escuchamos en el Evangelio de la Misa de la Aurora del día de Navidad.
Los pastores y las periferias del mundo
Las primeras personas a las que los ángeles llevaron el anuncio fueron los pastores, quienes, "rápidamente" (Lc 2,16), corrieron a la gruta para "ver este acontecimiento" (Lc 2,15). Cuando llegaron a la gruta y vieron al Niño, "contaron lo que habían oído decir sobre este Niño" (Lc 2,17).
Como mencionamos en Navidad, ya que Jesús nació fuera de Jerusalén, era natural que los primeros en llegar fueran los pastores; pero también es cierto que en ellos podemos ver representados a los marginados, a los pecadores, a los que se han alejado. Jesús mostrará hacia ellos una atención especial, hasta el punto de crear tensiones a las que Él mismo responderá diciendo: "No he venido por los sanos, sino por los enfermos; no he venido por los justos, sino por los pecadores" (cfr. Mt 9,13; en consonancia con 1 Sam 16,1-13).
Una carrera y una alabanza
La rapidez con la que los pastores se dirigen hacia la Gruta nos lleva a pensar en la prontitud con que María va a casa de su prima Isabel tras el anuncio del ángel, y en su canto de exultación, el Magnificat (Lc 1,39). También los pastores, asombrados, "volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían visto y oído" (Lucas 2:20; como también, antes que ellos, los tres jóvenes en el horno de fuego, según Daniel 3:26, 55).
Casi podríamos decir que los pastores se convirtieron en “ángeles” -es decir, “mensajeros”-, llevando a los demás el anuncio que habían recibido, ya que no podían guardarlo para sí mismos, como dirá más tarde Juan: "Lo que hemos oído... lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado... os lo anunciamos también a vosotros"; palabras que hacen eco y prolongan las del Salmo 19: "Los cielos proclaman la gloria de Dios..." (cfr. 1 Jn 1,1-3; cfr. Sal 19).
Este anuncio de alegría ha llegado también a nosotros hoy, a través de generaciones de "ángeles" que lo han transmitido “de vida en vida", porque quien se encuentra con la mirada de Jesús (cfr. Mt 4,12-23), quien se deja seducir por su Amor (Jer 20,7), no puede dejar de llevarlo a los demás. Un llevar que implica la totalidad de uno mismo, la totalidad de la vida. "Predicad siempre el Evangelio y, si es necesario, también con palabras", decía San Francisco de Asís (Fuentes Franciscanas, 43), haciéndonos comprender que las palabras son un “añadido”: lo que cuenta es que nuestra vida hable.
María, la Theotokos
María es la Madre de Dios porque es la Madre de Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre. Por eso ella puede llevarnos a su Hijo mejor que nadie, porque nadie sabe como ella quién es Jesús, y nadie sabe relacionarse con Él mejor que ella. María es la Madre que ante las palabras de los pastores comprende inmediatamente que ese Niño no es sólo "su Hijo": "Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica", dirá un día Jesús (Lc 8,19-21). Ella, que lo llevó en su vientre durante nueve meses, debe ahora recibirlo cada día sabiendo escuchar a quienes el Señor le permite encontrar: los pastores, los Magos, Simeón y Ana... porque cada uno "revela" algo sobre la identidad de Jesús y su misión.
Oración
Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios;
no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades,
antes bien, líbranos de todo peligro,
¡oh siempre Virgen, gloriosa y bendita.
(la oración mariana más antigua)