El Papa en Canadá: El don de las lágrimas
Massimiliano Menichett
En la sociedad actual, hay imágenes que dan la vuelta al mundo en segundos, compartidas en las redes sociales gracias a los teléfonos y los ordenadores: miles, millones, si no miles de millones de personas se encuentran a menudo, sin saberlo, mirando la misma instantánea. Hay líneas, colores y formas que se desvanecen en el torbellino del compartir, otras quedan grabadas en la memoria para siempre, y otras se guardan únicamente en el corazón. En el viaje del Papa Francisco a Canadá del 24 al 30 de julio hay muchas de estas instantáneas que cuentan mucho más que un acontecimiento: abren espacios, muestran silencios, dolor y sufrimiento, pero también pertenencia, reconocimiento, encuentro, esperanza.
El Papa realizó, como él mismo indicó, una peregrinación penitencial a una tierra que ha sido testigo del martirio de los pueblos indígenas cuyos hijos fueron arrebatados en la época de las políticas de asimilación y extranjerización. Francisco se puso en marcha, llevando la luz de Cristo, de la Iglesia que ve, que no tiene miedo de la verdad y de pedir perdón, que abraza, escucha, ama. Una Iglesia cercana a toda persona necesitada, sin vacilaciones, sin dudas, sin reparos, sin obstáculos.
En seis días, el Papa recorrió Canadá, tocando las periferias del corazón y las periferias geográficas, llegando hasta el borde del Círculo Polar Ártico, donde vive la mayor comunidad inuit del planeta. En Iqaluit se reunió con antiguos alumnos de los internados en una de las cuatro escuelas primarias: las terribles instalaciones creadas para reeducar a los indígenas arrancados de sus familias, lugares de atrocidades y violencia. Francisco entró en una sala de esta instalación, que se asemeja a una gran caja blanca, con ojos de buey distribuidos en las paredes frontales y salientes.
Entró en silencio; le esperaban unas decenas de personas, dispuestas en varias filas, en círculo. La mayoría eran ancianos, vestidos con sencillez, algunos con ropas tradicionales. Las manos cruzadas por los años se dirigieron a sus rostros. En los rostros inmóviles, casi inexpresivos, fijos con su mirada en el Sucesor de Pedro, las lágrimas cayeron lentamente. En esa instantánea -repetida muchas veces durante el viaje- hay mucho más que una sola vida, hay el grito ahogado de un pueblo. Hombres y mujeres que, también por culpa de los católicos, han vivido horrores y que en ese encuentro se vieron reconocidos, tocados, abrazados, amados. Lágrimas que dibujaron abismos, sufrimientos, esperanzas ante las que sólo se puede callar, abrir los brazos, acoger.
En los días de la visita apostólica, el Papa ha indicado un camino de reconciliación y sanación, como lo hizo en los últimos meses en el Vaticano cuando recibió a representantes de los pueblos indígenas de las Primeras Naciones, Inuit y Métis. Ha iniciado un proceso, un horizonte que hay que construir y alimentar. La presencia del Papa fue una "bendición y un regalo", dijo el jefe Wilton Littlechild, subrayando que ahora "empieza el trabajo". Littlechild es el jefe indígena que sobrevivió a los internados, ahora de 78 años, y que regaló al Papa un tocado indio en la reunión en Bear Park Pow-Wow Grounds, Maskwacis.
Una fotografía extraordinaria, la del pontífice con las plumas de águila, pero la instantánea del corazón es varios fotogramas antes: cuando este gesto de compartir se hizo posible, y para entenderlo hay que darle la vuelta completamente a la escena. Llegó a ese don que indica el reconocimiento -que le costó a Littlechild un esfuerzo físico considerable, ya que normalmente se ve obligado a caminar con la ayuda de muletas o a desplazarse en silla de ruedas: en su lugar, caminó unos metros solo, subiendo las escaleras para llegar al escenario en el que era Papa- porque los nativos volvieron a abrir su corazón y sus oídos al Anuncio, a la realidad de una Iglesia viva, diferente de la que les humillaba y aplastaba.
El horror se imprimió en la larga pancarta roja con los nombres de las víctimas de los internados escritos en ella, mostrada al Papa, mientras el sonido de los tambores atravesaba los cuerpos y se fundía con el latido del corazón de todos. Inolvidable fue la imagen de dolor, emoción y rabia de Si Pih Ko, de pie frente al Papa, con la multitud admirada a su alrededor y la indecisión de los hombres de seguridad mientras entonaba, fuera de programa, una canción que en sus sonidos recordaba al himno canadiense.
A continuación, el Papa se sentó en una silla de ruedas ante el silencio del lago de Santa Ana, un lugar muy querido por los nativos, al que peregrinan miles de personas cada año. Y donde, mientras Francisco hablaba, las manos de los abuelos estrechaban las de los más jóvenes para apoyarse mutuamente.
Imágenes de sufrimiento, de orgullo, de pasión, de identidad, de danzas, de silencio, de oración y de lágrimas han acompañado, por tanto, esta peregrinación penitencial, que inicia una nueva perspectiva y asigna tareas y objetivos a las personas y a las instituciones, pero que también representa una oportunidad para toda la humanidad, para todos nosotros, de recorrer caminos de reparto y de fraternidad, de escuchar y de mirar.
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