s. Benito, abad, patrón de Europa
El pensamiento benedictino, la linfa de Europa
Las enseñanzas de San Benito, nacido en Nursia en torno al 480 d.C., son una de las levaduras más fuertes para el nacimiento de la cultura europea, tras la decadencia de la civilización romana. Es el punto de partida para la difusión de centros de oración y de hospitalidad. No es solamente faro del monacato, sino también un manantial providencial para pobres y peregrinos. “Deberíamos preguntarnos”, escribe el historiador Jacques Le Goff, “a qué excesos se habría visto abocada la gente del Medievo, si no se hubiera alzado esta voz grande y dulce”. Una voz en la que se detiene un biógrafo de excepción: San Gregorio Magno, en el Libro II de los “Diálogos”.
“Un astro luminoso en un siglo oscuro”
Para San Gregorio es “un astro luminoso” en una época marcada por una grave crisis de valores. Procede de una familia noble de la región de Nursia. En el lugar donde se según la tradición estaba la casa natal del santo, fue construida la basílica de San Benito. Su vida, desde la juventud, está marcada por la oración. Los padres, acomodados, lo envían a Roma para asegurarle una adecuada formación. Pero aquí, relata San Gregorio Magno, encuentra a jóvenes dados a la mala vida y arruinados por el vicio. Benito, disgustado por ese estilo de vida, deja Roma. Llega primero a una localidad llamada Effide (hoy Affile), y después vive como eremita, en una cueva de Subiaco; destinada a convertirse en el monasterio benedictino “Sacro Speco”. Este periodo de soledad precede a una etapa fundamental en su camino: la llegada a Montecasino. Aquí, entre las ruinas de una antigua acrópolis pagana, San Benito y algunos discípulos construyen la primera abadía de Montecasino.
La Regla
A San Benito, hermano de Santa Escolástica, se le atribuyen numerosos milagros. El milagro más duradero del padre de la orden benedictina, es la composición de la Regla, escrita en torno al 530 d.C. Es un manual, un código de oración para la vida monástica. El estilo es familiar. Desde el prólogo hasta el último de los 73 capítulos, Benito exhorta a los monjes a aguzar “el oído del corazón” y a “no desesperar nunca de la misericordia de Dios”: «Escucha, hijo, estos preceptos de un maestro, aguza el oído de tu corazón, acoge con gusto esta exhortación de un padre entrañable y ponla en práctica, para que por tu obediencia laboriosa retornes a Dios, del que te habías alejado por tu indolente desobediencia».
Oración y trabajo
«La ociosidad -escribe San Benito en la Regla- es enemiga del alma; por eso han de ocuparse los hermanos a unas horas en el trabajo manual, y a otras, en la lectura divina”. Oración y trabajo no están en contraposición, sino que establecen entre si una relación simbiótica. Sin oración, no es posible el encuentro con Dios. La vida monástica definida por San Benito como «una escuela del servicio del Señor», no puede prescindir del trabajo concreto. El trabajo es una extensión de la oración. «El Señor –recuerda San Benito– espera que respondamos diariamente con obras a sus santos consejos».